miércoles, 22 de agosto de 2012

Y si acaso un cada vez fuese un para siempre, y los reinos de la soledad perpetua renovasen con el crepúsculo su color, y si los deseos fuesen el único cambio transitable,

no dudaría en contemplar, frente a frente, —aunque me cegase— el filo de tu espalda, en residir —durante un tiempo— en la humedad de tus labios y en absorber, como la tierra, las libaciones del dolor antiguo y azul en tu corazón de berilo.
                                                           
Carmen Nuevo Fernández

Recoge las palabras,
apaga el fuego.
Dame tu mano vieja.
Dame tu mano atardeciendo,
tu mano de pastora,
—cinco dedos de fuerza—.
Y sal conmigo y nómbrame
el nombre de todas las estrellas del cielo de la noche.
Luego vayamos ya.
Vayamos dentro.
Y acércame a la madre antigua
de los libros.
Repíteme el final
de aquella historia.

Era roja la rosa,
roja como la sangre roja de aquel pájaro,
roja como su cuello rojo entre la espina.

Pronúnciame el nombre
de sus príncipes.
Háblame y dime
palacio,
pluma,
carruaje,
Dime conceptos a galope,
dime
diamante,
arroyo,
sauce,
y seda
y púrpura y candil.

Era roja la rosa como la vida
de la sangre
y roja de dolor como el corazón
del desengaño.

Siéntate junto a mí.
Ahora
cierra las puertas,
tenemos que morir.

Aurelio González Ovies, «El cuento de la vida»

Ambos poemas están en Las señas del perseguidor, Cuadernos Fíbula de Poesía, Avilés, 1999

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