I
Yo entiendo poco de dioses; pero me parece
que el río es un dios fuerte y pardo: huraño, indómito
y adusto, paciente hasta cierto punto, admitido
al principio como frontera; útil
y desleal como vehículo del comercio;
y luego un problema sólo para el constructor
de puentes. Resuelto el problema, en las ciudades
casi olvidan los vecinos al dios
pardo, quien conserva, sin embargo, implacable,
sus ritmos y sus iras, destructor; quien recuerda
a los hombres lo que ellos prefieren olvidar.
Privado por los adoradores de la máquina
de culto y de ofrendas, está a la espera:
vigila y espera. Su ritmo
se notaba en el cuarto de los niños,
en el frondoso ailanto de la entrada
en abril, en el olor de las uvas
sobre la mesa otoñal y en invierno
en el círculo nocturno de la luz de gas.
Llevamos el río dentro y el mar
está a nuestro alrededor; es también
el mar borde de la tierra, el granito
que roe, las playas a las que arroja
sus insinuaciones de una distinta
y anterior creación: la estrella
de mar, el cangrejo ermitaño,
un espinazo de ballena;
los charcos donde ofrece anémona
de mar y las algas más delicadas
a nuestra curiosidad. Nos devuelve
nuestras pérdidas: la red desgarrada,
la destrozada nasa, el remo roto
y la ropa de ahogados extranjeros.
Tiene el mar muchas voces; muchos dioses
y muchas voces.
Sal en la gavanza,
en los abetos niebla.
El bramido
del mar y el aullido del mar
son voces diferentes que a menudo
se oyen juntas; el gemido en las jarcias,
la amenaza y caricia de la ola
que rompe sobre el agua, el estruendo
lejano sobre el diente de granito,
sobre el cabo cercano la sirena
quejumbrosa, todo ello son
voces marinas, y la boya
ululante al volver hacia el hogar,
y la gaviota; y tañe en la niebla
callada y opresiva la campana
que cuenta un tiempo que no es nuestro tiempo,
repicada por el sereno alzarse
de las aguas, un tiempo
más antiguo que el del cronómetro,
que el que cuentan, inquietas y angustiadas,
las mujeres en vela calculando
el futuro, intentando destejer,
desenrollar, desenredar
y recomponer pasado y futuro
entre la medianoche y el alba,
cuando el pasado es todo engaño
y no tiene futuro el porvenir,
antes del cambio de la guardia,
cuando se detiene el tiempo y no tiene
el tiempo fin, y álzase la marea
que es y que estaba ya desde el principio
y hace que suene
la campana.
T.S. Eliot, Las dry salvages (en Cuatro cuartetos, edición bilingüe de Esteban Pujals Gesalí), Madrid, Cátedra, 1995