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martes, 8 de julio de 2014

Salgo a tender en la corrala y oigo al vecinito del 2º (seis o siete años...): Que no me gusta el fútbol en la televisión, que me gusta cuando juego al fútbol...

Plas, plas, plas.

Me hizo recordar este hermoso artículo de Albert Camus: Lo que debo al fútbol.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Cuando recibió el Nobel de literatura, Albert  Camus escribió a su maestro. La (supuesta) ficción de El primer hombre se hace realidad en esta carta, mostrando las sutiles fronteras entre una y otra...:
 

jueves, 7 de noviembre de 2013

Albert Camus, 7 de noviembre de 1913


«Se marchó [el señor Bernard, su maestro] y Jacques se quedó solo, perdido en medio de esas mujeres, después se precipitó a la ventana, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez y que lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acababa de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre sin el auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto»
                               
Albert Camus, El primer hombre (traducción de Aurora Bernárdez), Barcelona, Tusquets, 1994
 
Para qué nos sirve Camus (artículo de Marta Peirano en eldiario.es)
 
 

domingo, 3 de noviembre de 2013

¿Y van?... ¡Y las que quedan!

«He intentado descubrir yo mismo, desde el comienzo, de pequeño, lo que estaba bien y lo que estaba mal, ya que nadie a mi alrededor podía decírmelo. Y ahora reconozco que todo me abandona, que necesito que alguien me señale el camino y me repruebe y me elogie, no en virtud de su poder, sino de su autoridad, necesito a mi padre».
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.«Decía sí, tal vez fuera no, había que remontar el tiempo a través de una memoria en sombras, nada era seguro. La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y además, para poder soportar, no hay que recordar demasiado, hay que estar pegado a los días, hora tras hora, como lo hacía su madre [...]»
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Albert Camus, El primer hombre (traducción de Aurora Bernárdez), Barcelona, Tusquets, 1994

viernes, 4 de enero de 2013

 
«El arte es también ese movimiento que exalta y niega a un tiempo. “Ningún artista tolera lo real”, dice Nietzsche. Es verdad; pero ningún artista puede pasar sin lo real. La creación es exigencia de unidad y rechazo del mundo. Pero rechaza el mundo a causa de lo que le falta y no de lo que, a veces, es, La rebeldía se deja observar aquí, fuera de la historia, en su estado puro, en su complicación primitiva. El arte debería ofrecernos, pues, una última perspectiva sobre el contenido de la rebeldía»
                                                                    
 Albert Camus, El hombre rebelde (traducción Josep Escué), Madrid, Alianza Editorial, 2001

 
Albert Camus, 1913-1960

«[…] gritó una sola vez, un  largo grito, con la boca abierta, como si hubiera querido librarse de una vez de todos los gritos que el dolor había acumulado en ella»

«Hay seres que justifican el mundo, que ayudan a vivir con su sola presencia»

 Albert Camus, El primer hombre (traducción Aurora Bernárdez), Barcelona, Tusquets, 1994

miércoles, 7 de noviembre de 2012

El sábado, un suplemento cultural anunciaba la reedición de El revés y el derecho, una recopilación de los primeros artículos de Albert Camus. Como yo lo tenía en casa en la edición de Alianza, los releí. Me sigue emocionando este que hoy copio: Amor a la vida. Aunque tal vez no sea emoción lo que siento, sino necesidad de saber ver ese lado... Amén.
 
Hoy, Albert Camus hubiera cumplido noventa y nueve años...
 
Por la noche, en Palma, la vida refluye lentamente hacia el barrio de los cafés cantantes, detrás del mercado: calles negras y silenciosas hasta el momento en que se llega frente a las puertas de persianas por las que se filtran la luz y la música. Pasé casi toda una noche en uno de esos cafés. Era una salita muy baja, rectangular, pintada de verde y adornada con guirnaldas rosadas. El techo de madera estaba cubierto de minúsculas bombillas rojas. En ese pequeño espacio se habían encajado milagrosamente una orquesta, un bar de botellas multicolores y el público, apretujado a más no poder, codo a codo. Había sólo hombres. En el centro, dos metros cuadrados de espacio libre. Vasos y botellas corrían hasta los cuatro rincones de la sala, llevados por el camarero. Todos allí habían perdido la conciencia de sus actos. Todos gritaban.Una especie de oficial de marina me eructaba, en el rostro, cumplidos cargados de alcohol. En mi mesa, un enano sin edad me contaba su vida. Pero yo estaba demasiado tenso para escucharle. La orquesta tocaba sin tregua melodías de las que sólo se distinguía el ritmo, porque todos los pies llevaban el compás. A veces se abría la puerta. En medio de alaridos se acomodaba a los recién llegados entre dos sillas [1]
 
Sonó de pronto un golpe de címbalo y una mujer saltó bruscamente al exiguo círculo del centro del cabaret.
 
-Veintiún años -me dijo el oficial-. Me quedé estupefacto. Era el rostro de una muchacha, pero esculpido en una montaña de carne. Mediría como un metro ochenta. Enorme, debía de pesar unas trescientas libras. Con las manos en las caderas, vestida con una malla amarilla que hinchaba un damero de carne blanca, sonreía; y las comisuras de la boca difundían hacia las orejas una serie de pequeñas ondulaciones de carne. En la sala, la excitación ya no tenía límites. Se notaba que esa muchacha era allí conocida, amada, esperada. Ella no cesaba de sonreír. Paseó la mirada por el público, y, siempre silenciosa y sonriente, hizo ondular el vientre hacia adelante. La sala bramó, luego reclamó una canción que parecía conocida. Era un cante andaluz, gangoso, cuyo ritmo, marcaba sordamente la batería a cada tres compases. La muchacha cantaba, y en cada movimiento imitaba los del amor con todo su cuerpo. En ese movimiento monótono y apasionado, verdaderas olas de carne nacían en sus caderas e iban a morir en sus hombros. La sala estaba atónita. Pero en el estribillo, la muchacha, girando sobre sí misma mientras se sostenía los senos con las manos y abría la boca roja y húmeda, volvió a entonar la melodía, a coro con la sala, hasta que todo el mundo se levantó en medio de un gran tumulto.
 
Ella, plantada en el centro, pegajosa de sudor, despeinada, erguía sus macizas formas, hinchadas en la malla amarilla. Como una diosa inmunda saliendo de las aguas, con la frente bestial y estrecha, los ojos vacíos, vivía tan sólo en un tenue estremecimiento de las rodillas, como el de los caballos después de la carrera. En medio de la alegría trepidante que la rodeaba, era como la imagen innoble y exaltante de la vida, con la desesperación de sus ojos vacíos y el sudor espeso en su vientre.
 
Sin los cafés y los diarios, sería difícil viajar. Una hoja impresa en nuestro idioma, un lugar en el que, por la noche, procuramos codearnos con hombres, nos permiten imitar en un ademán familiar al hombre que éramos en nuestro país y que, a distancia, nos parece tan extraño. Pues lo que da valor al viaje es el miedo. El viaje quiebra en nostros una especie de decorado interior. Ya no es posible hacer trampas..., enmascararse detrás de las horas de oficina y de taller (esas horas contras las cuales protestamos con tanta vehemencia y que nos defienden tan seguramente del sufrimiento de estar solos). Por eso siempre tengo ganas de escribir novelas en que mis héroes dijeran: "¿Qué sería de mí sin mis horas de oficina?" O bien: "Ha muerto mi mujer; pero afortunadamente tengo que despachar para mañana una nutrida correspondencia." El viaje nos quita ese refugio. Lejos de los nuestros, de nuestra lengua, separados de todos nuestros apoyos, privados de nuestras máscaras (no conocemos siquiera las tarifas de los tranvías, y todo es así), nos encontramos por entero en la superficie de nosotros mismos. Pero también, al sentirnos el alma enferma, damos a cada ser, a cada objeto, su valor de milagro. Una mujer que baila sin pensar, una botella sobre la mesa, entrevista detrás de una cortina: cada imagen se convierte en un símbolo. La vida no parece reflejarse en él por entero, en la medida en que nuestra vida se resume en ese momento en él. Sensible a todos los dones, ¿cómo expresar las embriagueces contradictorias de que podemos gozar (hasta la de la lucidez)? Y acaso nunca ningún país sino el Mediterráneo, me haya llevado a la vez tan lejos y tan cerca de mí mismo.
 
Evidentemente, de allí provenía mi emoción del café de Palma. Pero, en cambio, a mediodía, en el barrio desierto de la catedral, entre viejos palacios de frescos patios, en las calles de los olores de sombra, lo que me admiraba era la idea de "lentitud". No había nadie en aquellas calles. En los miradores, viejas mujeres inmóviles. Y al andar a lo largo de las casas, deteniéndome en los patios llenos de plantas verdes y pilares redondos y grises, me fundía con ese olor de silencio, perdía mis límites, y ya no era sino el sonido de mis pasos o ese vuelo de pájaros cuya sombra veía en lo alto de los muros todavía soleados. Pasaba también largas horas en el pequeño claustro gótico de San Francisco. Su fina y preciosa columnata relucía con ese hermoso amarillo dorado que tienen los viejos monumentos de España. En el patio, adelfos, falsos pimenteros, un pozo de hierro forjado del que pendía un largo cucharón de metal oxidado. Los transeúntes bebían allí. A veces recuerdo aún el sonido claro que ese cucharón hacía al tornar a caer sobre la piedra del pozo. Sin embargo, no fue la dulzura de vivir lo que ese claustro me enseñó. En el seco batir de las alas de las palomas, en el silencio súbitamente agazapado en medio del jardín, en el chirriar aislado de la cadena del pozo, encontraba yo un sabor nuevo y, no obstante, familiar. Yo estaba lúcido y sonreía frente a este juego único de las apariencias. Me parecía que un ademán habría rajado aquel cristal en que sonreía el rostro del mundo. Iba a deshacerse algo, a morir el vuelo de las palomas, y cada una de ellas iba a caer lentamente sobre sus alas desplegadas. Sólo mi silencio y mi inmovilidad hacían plausible lo que tanto se parecía a una ilusión. Yo entraba en el juego. Sin dejarme engañar, me prestaba a las apariencias. Un hermoso sol dorado calentaba suavemente las piedras amarillas del claustro. Una mujer sacaba agua del pozo. Dentro de una hora, un minuto, un segundo, en ese instante tal vez, todo podía desmoronarse. Y sin embargo el milagro continuaba. El mundo proseguía, púdico, irónico y discreto (como ciertas formas dulces y reservadas de la amistad de las mujeres). Continuaba un equilibrio, coloreado, empero, por toda la aprensión de su propio fin.
 
Allí estaba todo mi amor a la vida: una pasión silenciosa por lo que acaso iba a escapárseme, una amargura bajo una llama. Todos los días abandonaba yo aquel claustro como arrancado de mí mismo, inscrito por un breve instante en la duración del mundo. Y sé muy bien por qué pensaba entonces en los ojos sin mirada de los Apolos dóricos o en los personajes ardientes estáticos de Giotto [2]. Es que en ese momento yo comprendía verdaderamente lo que podían aportarme semejantes países. Me admira que puedan encontrarse, a orillas del Mediterráneo, certezas y reglas de vida, que el hombre satisfaga en ellas su razón y que por ellas justifique un optimismo y un sentido social. Porque lo que entonces me llamaba la atención no era un mundo hecho a la medida del hombre, sino un mundo que se cerraba sobre el hombre. No, si el lenguaje de esos países era acorde con lo que resonaba profundamente en mí, no lo era porque respondiera a mis preguntas, sino porque las hacía inútiles. No eran acciones de gracias las que podían subirme a los labios, sino esa Nada que sólo pudo hacer ante paisajes aplastados por el sol. No hay amor a la vida sin desesperación de vivir.
 
En Ibiza, iba todos los días a sentarme en los cafés que jalonan el puerto. Alrededor de las cinco de la tarde, los jóvenes del lugar se pasean en dos filas a lo largo del muelle. Allí se forman los matrimonios y se hace toda la vida. No puede uno dejar de pensar que hay cierta grandeza en el hecho de comenzar de esta manera la vida ante todo el mundo. Me sentaba allí un poco aturdido todavía por el sol del día, llenos los ojos de iglesias blancas y de muros enjalbegados, de campiñas secas y de olivos hirsutos. Bebía una horchata dulzona, contemplaba la curva de las colinas que, frente a mí, bajaban suavemente hacia el mar. El atardecer se hacía verdoso. En la más elevada de las colinas, la última brisa hacía girar las aspas de un molino. Y, por un milagro natural, todos bajaban la voz, de manera que ya no existía mñas que el cielo, y palabras cantarinas que subían hacia él, pero que se oían como si vinieran de muy lejos. en ese breve instante de crepúsculo reinaba algo fugaz y melancólico, sensible no a un hombre solamente sino a todo un pueblo. Yo, por mi parte, tenía ganas de amar como se tienen ganas de llorar. Me parecía que cada hora de mi sueño sería robada en adelante a la vida..., es decir, al tiempo del deseo sin objeto. Como en esas horas vibrantes del cabaret de Palma y de claustro de San Francisco, me quedaba inmóvil y tenso, sin fuerzas para resistir aquel inmenso impulso que quería poner el mundo en mis manos.
 
Sé que me equivoco, que hay que ponerse límites. Sólo con esta condición se crea. Pero no hay límites para amar, y ¿qué me importa estrechar mal, si puedo abrazarlo todo? En Génova hay mujeres cuya sonrisa amé durante toda una mañana. No volveré a verlas, evidentemente, nada es más simple. Pero las palabras no podrán expresar la llama de mi pena. Pequeño gozo del claustro de San Francisco, en él contemplaba yo el vuelo de las palomas y me olvidaba de mi sed. Pero siempre llegaba un momento en que mi sed renacía.
 
[1] Hay cierta soltura en la alegría, que define la verdadera civilización. Y el pueblo español es uno de los pocos de Europa realmente civilizados.
[2] La decadencia de la escultura griega y la dispersión del arte italiano comienzan con la aparición de la sonrisa y de la mirada. Como si la belleza cesara donde comienza el espíritu.
 
Albert Camus, "Amor a la vida", en El revés y el derecho, Madrid, Alianza, 1984
 
 
 

jueves, 12 de julio de 2012

Tanta gente que nos hace falta y tantos, tantos que sobran...

Esta mañana, un amigo del feis ha mencionado a otro de mis campamentos base: Albert Camus. Y entonces yo me subí a la silla, cogí el libro del que hablaba y leí a forma de oráculo:
                   
«Matarse es […] confesar. Confesar que la vida nos supera o que no la entendemos»
Albert Camus, El mito de sísifo, Madrid, Alianza Editorial, 1981

Y ¿quién quiere matarse? ¿Eh?

Ese mismo amigo adjuntaba una canción muy apropiada para el día de hoyvivediós... Por, sí, otro de los campamentos base: Lluís Llach
              


Qué pocas palabras tengo
y las que os digo son tan gastadas ...
Habrá que buscar nuevos caminos
que no exijan las palabras.

Qué poca fuerza que tengo;
tantas veces maltrecha ...
La quiero toda para mañana
cuando la hazaña lleve el amanecer.

Cuánta rabia que tengo,
quizás hay que ser perro desde ahora;
cuánta rabia que tengo
y no quiero olvidarla.

Qué poca esperanza tengo,
y quizás habrá que dejarla,
que no sea que esperar
nos aleje más de los actos.

Cuánta miseria que tengo
bajo los pies, sobre el hombro,
y la quiero guardar conmigo
hasta el día de los miserables.

viernes, 16 de marzo de 2012

(Dicen) que han descubierto un inédito de don Albert Camus. Y que (¡qué casualidad!), el artículo habla de la libertad de prensa... (jejejeje). Y dicen y cuenta que, en él, Camus «definió los cuatro mandamientos del periodismo libre: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación». Y dicen y cuentan y añaden que... don Albert dice en ese artículo cosas como ésta:

«Todas las presiones del mundo no harán que un espíritu un poco limpio acepte ser deshonesto»
 
Y punto (añado yo)

Noticia aquí.


domingo, 14 de agosto de 2011

«No tenemos tiempo de ser nosotros mismos, sólo tenemos tiempo de ser felices»
Albert Camus

«Preguntar la realidad sin intentar transformarla… eso es pasar por la vida sin romperla ni mancharla» Chicho Sánchez Ferlosio

miércoles, 22 de diciembre de 2010

"[...] ahora pensaba que ese secreto, lo que ávidamente había tratado de conocer a través de los libros y de los seres, tenía que ver con ese muerto, ese padre más joven, con todo lo que éste había sido y con un destino, y que él mismo había buscado muy lejos lo que estaba a su lado en el tiempo y en la sangre. [...] Para alguien, como él, que nada posee y que quiere el mundo entero, no le basta toda su energía para construirse y conquistar o entender el mundo".

Albert Camus, El primer hombre, Barcelona, 1994

lunes, 9 de agosto de 2010

 Fotografía: Loomis Dean

Jacques busca a su padre, mejor, el recuerdo de su padre -muerto cuando él sólo tenía meses- a  través de su madre. Pregunta, da posibles respuestas, necesita saber de ese muerto-niño, necesita saber algo de aquel padre que existe sólo en su memoria; más: en su necesidad. Recuerdo imaginado, presencia necesaria. La madre, un poco sorda y con dificultades en el habla, se pierde en imposibles respuestas :
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"Decía sí, tal vez fuera no, había que remontar el tiempo a través de una memoria en sombras, nada era seguro. La memoria de los pobres está menos alimentada que la de los ricos, tiene menos puntos de referencia en el espacio, puesto que rara vez dejan el lugar donde viven, y también menos puntos de referencia en el tiempo de una vida uniforme y gris. Tienen, claro está, la memoria del corazón, que es la más segura, dicen, pero el corazón se gasta con la pena y el trabajo, olvida más rápido bajo el peso de la fatiga. El tiempo perdido sólo lo recuperan los ricos. Para los pobres, el tiempo sólo marca los vagos rastros del camino de la muerte. Y además, para poder soportar, no hay que recordar demasiado, hay que estar pegado a los días, hora tras hora, como lo hacía su madre, un poco a la fuerza, sin duda [...] Él hubiese querido que se apasionara describiéndole a un hombre muerto cuarenta años atrás cuya vida había compartido durante cinco años (¿la había compartido, verdaderamente?). Pero ella no podía, Jacques no estaba siquiera seguro de que hubiera amado apasionadamente a aquel hombre, y en todo caso era incapaz de preguntárselo, él también era mudo delante de ella e inválido a su manera [...]"
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El maestro al niño Jacques en El primer hombre, de Albert Camus:
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"-Ya no me necesitas -le decía-, tendrás otros maestros más sabios. Pero ya sabes dónde estoy, ven a verme si precisas que te ayude.
.....Se marchó y Jacques se quedó solo, perdido en medio de esas mujeres, después se precipitó a la ventana, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez y que lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acababa de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre sin el auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto".
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El primer hombre es el libro que encontraron manuscrito -sin terminar y sin corregir- en el coche en el que se estrelló Albert Camus el 4 de enero de 1960 y que no fue publicado hasta 1994... Siempre se dice que es la historia de su vida -todos los datos conducen a ello, hasta en ocasiones surgen los nombres reales, como el de su maestro, Louis Germain-. Sin embargo, Camus dice: "Las obras de un hombre trazan a menudo la historia de sus nostalgias o de sus tentaciones, casi nunca su propia historia". Y también: "No hay verdadera creación sin secreto"
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No sé de quién es esta fotografía... Lo siento. Pero la saqué de aquí.