Olvidemos
el llanto
y empecemos de nuevo,
con paciencia,
observando a las cosas
hasta hallar la menuda diferencia
que las separa
de su entidad de ayer
y que define
el transcurso del tiempo y su eficacia.
¿A qué llorar por el caído
fruto,
por el fracaso
de ese deseo hondo,
compacto como un grano de simiente?
No es bueno repetir lo que está dicho.
Después de haber hablado,
de haber vertido lágrimas,
silencio y sonreíd:
nada es lo mismo.
Habrá palabras nuevas para la nueva historia
y es preciso encontrarlas antes de que sea tarde.
Ángel González, "Nada es lo mismo", en Grado elemental (1962)
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lunes, 1 de septiembre de 2014
lunes, 2 de diciembre de 2013
Sí, creo en los ángeles (VII)
Las personas que llevan un tiempo siguiendo este blog (que las hay: gracias por ello), saben que, de cuando en cuando, a mí me da por decir que creo en los ángeles (lo cual es rigurosamente cierto, si bien no a la manera ortodoxa...)
Y hoy, ahora, desde hace unos días, tengo la necesidad de angelizarme...
angelizarse: verbo pronominal que expresa la incontrolable e incontrolada necesidad de leer a Ángel González.
Imperativo: ¡angelízate!
La situación, esta vida que hemos creado, esta sociedad que hemos construido, esta complacencia, los turrones en el híper, los centros que habilitan espacios para regalos, papeles, cintas, las luces, cada vez más, me recuerda:
Todos ustedes parecen felices...
... y sonríen, a veces, cuando hablan.
Y se dicen, incluso,
palabras
de amor. Pero
se aman
de dos en dos
para
odiar de mil
en mil. Y guardan
toneladas de asco
por cada
milímetro de dicha.
Y parecen -nada
más que parecen- felices,
y hablan
con el fin de ocultar esa amargura
inevitable, y cuántas
veces no lo consiguen, como
no puedo yo ocultarla
por más tiempo: esta
desesperante, estéril, larga,
ciega desolación
que -hacia donde no sé-, lenta, me arrastra.
El poema pertenece a su primer libro, Áspero mundo, publicado en 1956.
viernes, 4 de octubre de 2013
Yo lo noto: cómo me voy volviendo
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños. Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto! Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
Ángel González, «Cumpleaños», en Áspero mundo (1956)
menos cierto, confuso,
disolviéndome en aire
cotidiano, burdo
jirón de mí, deshilachado
y roto por los puños. Yo comprendo: he vivido
un año más, y eso es muy duro.
¡Mover el corazón todos los días
casi cien veces por minuto! Para vivir un año es necesario
morirse muchas veces mucho.
Ángel González, «Cumpleaños», en Áspero mundo (1956)
lunes, 7 de enero de 2013
Hoy hace cuatro años que inicié este blog. Entonces le puse el subtítulo de Formas que va tomando el olvido... Y el olvido llegó recordándonos lo que no está, la ausencia, cualquier ausencia, siempre la misma ausencia. La primera entrada fue un poema brevísimo de Ángel González. Hoy, otro que pertenece a su poemario Sin esperanza, con convencimiento (1961)
Si serenases
tu pensamiento, si pudieses
detenerte y pensar,
mirar en torno, tocar las cosas
entre las que pasas,
acaso
te sería sencillo reconocer
rostros, no sé, lugares,
gentes
que hablen tu mismo idioma y te comprendan.
Si fueses
capaz de hallar un sitio donde echarte
boca abajo, y cerrar
los ojos,
y mirar, despacio, dentro de tu
vida,
quizá
te resultase fácil averiguar
algo, saber
a qué lugares quieres
ir, de dónde vienes,
para qué estás aquí,
cuál es tu nombre.
Pero el tiempo no existe,
y tienes prisa:
no hay sitio para ti en el descampado
donde habitas,
el llanto
puede llegar de pronto, la luz cae
en la sombra —casi
invierno,
el otoño se vuelve lluvia y frío—
nadie mira hacia ti, anda,
apresúrate,
tu cuerpo fatigado necesita
descanso,
es ya de noche,
corre,
aquí tampoco,
es preciso llegar, no
te detengas,
sigue buscando, muévete, camina.
Si serenases
tu pensamiento, si pudieses
detenerte y pensar,
mirar en torno, tocar las cosas
entre las que pasas,
acaso
te sería sencillo reconocer
rostros, no sé, lugares,
gentes
que hablen tu mismo idioma y te comprendan.
Si fueses
capaz de hallar un sitio donde echarte
boca abajo, y cerrar
los ojos,
y mirar, despacio, dentro de tu
vida,
quizá
te resultase fácil averiguar
algo, saber
a qué lugares quieres
ir, de dónde vienes,
para qué estás aquí,
cuál es tu nombre.
Pero el tiempo no existe,
y tienes prisa:
no hay sitio para ti en el descampado
donde habitas,
el llanto
puede llegar de pronto, la luz cae
en la sombra —casi
invierno,
el otoño se vuelve lluvia y frío—
nadie mira hacia ti, anda,
apresúrate,
tu cuerpo fatigado necesita
descanso,
es ya de noche,
corre,
aquí tampoco,
es preciso llegar, no
te detengas,
sigue buscando, muévete, camina.
martes, 31 de mayo de 2011
«Hecho histórico: la gente dejó de ser humana en 1913. El año en que Henry Ford hizo que los vehículos avanzaran sobre rodillos y que sus operarios fuesen tan rápidos como la cadena de montaje. Al principio, los obreros se rebelaron. Se despidieron a manadas, incapaces de hacer que su cuerpo se acostumbrara al nuevo ritmo de los tiempos. Desde entonces, sin embargo, las siguientes generaciones se han ido adaptando: todos estamos familiarizados con la automatización y así somos capaces de manipular palancas de mando, de conectarnos a ordenadores remotos y realizar movimientos repetitivos de mil clases.
Pero en 1922 ser un autómata constituía una novedad»
Pero en 1922 ser un autómata constituía una novedad»
Derramando tornillos,
con las bielas exánimes,
hizo un esfuerzo último para mover las ruedas
dentadas. Como una oscura arteria
palpitó la polea, pero sólo
transmitió un temblor leve a las turbinas,
que giraron despacio, horrorizadas,
con expresión de ojos que se nublan.
Luego, la vieja máquina
se derrumbó pesadamente,
ahogando en su caída
el estertor agudo de las válvulas.
Un delicado halo de bermeja
herrumbre,
de orín confuso, y moho, y cardenillo,
ascendió lentamente de sus restos
—temblorosos aún— hacia la turbia
claraboya,
polarizando luces impartidas
como una bendición, desde lo alto.
Alguien gritó:
¡Milagro!,
desangrándose.
¡Milagro!,
desasiéndose
del abrazo del hierro retorcido.
Luego supimos que aquel artefacto
había expirado
—el hombre importa poco—
en olor a chatarra. Y comprendimos.
Ángel González, «Muerte de máquina», en Grado elemental (1962)
Charles Chaplin, Tiempos modernos (1936)
Fritz Lang, Metropolis (1927)
sábado, 5 de marzo de 2011
Lo que hay que aprender de la poesía...
Si serenases
tu pensamiento, si pudieses
detenerte y pensar,
mirar en torno, tocar las cosas
entre las que pasas,
acaso
te sería sencillo reconocer
rostros, no sé, lugares,
gentes
que hablen tu mismo idioma y te comprendan.
Si fueses
capaz de hallar un sitio donde echarte
boca abajo, y cerrar
los ojos,
y mirar, despacio, dentro de tu
vida,
quizá
te resultase fácil averiguar
algo, saber
a qué lugares quieres
ir, de dónde vienes,
para qué estás aquí,
cuál es tu nombre.
Ángel González, en Sin esperanza, con convencimiento (1961)
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