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jueves, 18 de septiembre de 2014

Andrés Neuman ha tenido la generosidad de recomendarnos seis cuentos:
 
«Silvio en el rosedal», Julio Ramón Ribeyro
«Vanka», Anton Chéjov

«Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica», Pájaros de América, Lorrie Moore

«Un lugar limpio y bien iluminado», Ernest Hemingway

«Guiando la hiedra», Camilo asciende, Hebe Uhart

«Diario para un cuento», Julio Cortázar

jueves, 26 de diciembre de 2013


Si hoy me encontrara la lámpara de Aladino y pudiera pedir un deseo, uno solamente, sería: por favor, por favor, que, alguna vez, sea capaz de escribir un cuento como éste:
                          
«Hace unos meses vino a verme mi casero. Llamó tres veces a la puerta antes de que me diera tiempo a abrir, y eso que fui lo más rápidamente que pude. No podía saber que era él. Por aquí viene muy poca gente, casi todos miembros de sectas religiosas que me preguntan si estoy en paz con Dios. Me produce cierto placer, pero nunca les dejo pasar de la puerta, pues la gente que cree en la vida eterna no es racional, no se sabe lo que puede llegar a hacer. Pero esta vez era, como ya he dicho, el casero. Le había escrito hacía casi un año para informarle de que la barandilla de la escalera estaba rota, y pensé que venía por eso, así que le dejé entrar. Miró a su alrededor. “Vive usted bien aquí”, dijo. Era una afirmación bastante tendenciosa, que me hizo ponerme a la defensiva. “La barandilla de la escalera está rota”, dije. “Sí, ya lo he visto. ¿La rompió usted?”. “No, ¿por qué yo?”. “Supongo que es el único que la usa, porque, aparte de usted, sólo vive gente joven en este portal, y no creo que se haya roto sola, ¿no?”. Era obviamente una persona intratable y no quise entrar en ninguna discusión con él sobre cómo y por qué se estropean las cosas, de modo que dije escuetamente: “Como usted diga, pero yo necesito esa barandilla, estoy en mi derecho”. No contestó nada a eso, a cambio, dijo que subiría el alquiler un veinte por ciento a partir del mes siguiente. “¿Otra vez? ―dije―, y un veinte por ciento nada menos”. “Debería ser más ―contestó―, esta finca no produce más que pérdidas, pierdo dinero con ella”. Hace mucho que dejé de discutir de economía con personas que dicen perder dinero con algo de lo que podrían haberse desprendido hace treinta años, de modo que no dije nada. Pero no le hizo falta argumento alguno para seguir con el tema, es de ese tipo de personas que funcionan solas. Se puso a disertar sobre todas las demás fincas que también daban pérdidas, resultaba lamentable escucharle, debía de ser un capitalista muy pobre. Pero no dije nada, y por fin cesaron las lamentaciones, ya iba siendo hora. En cambio me preguntó, sin ninguna razón aparente, si creía en Dios. Estuve a punto de preguntarle a qué dios se refería, pero me limité a negarlo con la cabeza, “Pues tiene que hacerlo”, dijo, así que después de todo había dejado colarse a uno de ellos en mi casa. En realidad no me sorprendió, pues es bastante corriente que la gente con muchas propiedades crea en Dios. Ahora bien, no quise darle pie para que pasara a otro tema, pues había tomado la firme determinación de no dejar pasar a los evangelistas de la puerta, de modo que le dejé seguir. “Así que sube el alquiler un veinte por ciento ―dije―, presumo que ese es el motivo de su visita”. Al parecer, mi resistencia le pilló de sorpresa,  pues abrió y cerró la boca, un par de veces sin que saliera de ella sonido alguno, algo, me imagino, poco corriente en él. “Y espero que se ocupe de arreglar la barandilla ―dijo impaciente―, vaya lata que está dando con la barandilla”. Me pareció muy mal que dijera eso y me irrité. “Pero ¿no entiende usted ―dije―, que en algunas ocasiones esa barandilla es mi punto de apoyo en la vida?”. Me arrepentí nada más haberlo dicho, pues las formulaciones precisas deben reservarse para personas reflexivas, si no, pueden surgir complicaciones. Y surgieron complicaciones. No tengo fuerzas para repetir lo que me dijo, pero en su mayor parte trataba del más allá. Al final añadió algo sobre estar con un pie en la tumba, se estaba refiriendo a mí, y entonces me enfadé. “Deje ya de molestarme con su economía”, le dije, porque en realidad era de lo que se trataba. Como no se disponía a marcharse, me permití dar un golpe en el suelo con el bastón. Entonces se marchó. Fue un alivio, me sentí contento y libre durante unos cuantos minutos, y recuerdo que me dije a mí mismo, para mis adentros, claro: “No te rindas, Thomas, no te rindas”.»
           
Kjell Askildsen, «El punto de apoyo», en Cuentos (edición y prólogo de Fogwill; traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo), Madrid, Lengua de trapo, 2010

sábado, 1 de diciembre de 2012

Un cuento swahili (para mis putas de oreja...)


«Vivían un sultán y su esposa en su palacio, pero la esposa era desdichada. Cada día estaba más delgada y desganada. En la misma ciudad vivía un pobre hombre cuya esposa era una mujer sana, gorda y feliz. Cuando el sultán se enteró, llamó al pobre hombre a su corte y le preguntó cuál era su secreto.
     
—Muy simple —dijo el hombre pobre—. Le doy de comer carne de lengua.
El sultán llamó inmediatamente al carnicero y le ordenó que le vendiera todas las lenguas de todos los animales sacrificados en la ciudad a él, el sultán. El carnicero hizo una reverencia y ser marchó. A diario enviaba todas las lenguas de todos los animales de su carnicería a palacio. El sultán mandó al cocinero cocer, freír, asar y salar las lenguas de todas las formas conocidas y preparar todos los platos de lengua según las reglas. La reina tenía que comerlo tres o cuatro veces al día… pero todo fue en vano. Seguía adelgazando y cada día se sentía peor. El sultán ordenó entonces al hombre pobre que le cambiara la esposa y el pobre hombre aceptó de mala gana. Se llevó a casa a la reina delgada y envió a palacio a su esposa. ¡Y, ay!, en palacio su esposa empezó a adelgazar y adelgazar, pese a todos los manjares que le ofrecía el sultán. Era evidente que no podría medrar en un palacio.
El hombre pobre, cuando llegaba a casa por la noche, saludaba a su nueva esposa (regia) y le contaba las cosas que había visto durante el día, sobre todo las divertidas, y luego le contaba historias que la hacían reír a carcajadas. Después solía sacar el banjo y cantarle canciones, pues sabía muchísimas. Jugaba hasta bien tarde con ella y la entretenía. ¡Y héteme aquí que, en pocas semanas, la reina engordó! Daba gloria mirarla. ¡Se le puso la piel tersa y lozana como la de una jovencita! Y estaba siempre risueña, recordando las muchas cosas divertidas que le había contado su nuevo marido. Cuando el sultán la reclamó, ella se negó a ir. Así que fue a buscarla él mismo en persona y la encontró completamente cambiada y feliz. Le preguntó qué le había hecho el hombre pobre y ella se lo dijo. Entonces comprendió él al fin el significado de carne de lengua
           
Cuento swahili recogido por Angela Carter en Caperucitas, Cenicientas y Marisabidillas (traducción de Ángela Pérez), Barcelona, Edhasa, 1992

martes, 21 de agosto de 2012

¡Ay, si no fuera por los cuentos! (con mis respetos a León Felipe)

Le dice la Tata a Bran Stark:
    
¿Mis cuentos? La anciana le dedicó una sonrisa desdentada—. No, mi pequeño señor, no son míos. Los cuentos son, a secas, antes de mí, y antes de ti también.

George R.R. Martin, Juego de tronos. Canción de hielo y fuego (traducción de Cristina Macía), vol. 1, Barcelona, Gigamesh, 2012