Un fragmento de En el bosque, discurso de ingreso en la RAE de Ana María Matute...
«Tengo que pronunciar un discurso y yo no sé pronunciar
discursos. Apelo, pues, a vuestra benevolencia y os ruego que aceptéis estas
palabras mías como la expresión de lo único que soy capaz de hacer y de la
única razón por la que he llegado hasta aquí: yo soy una contadora de
historias. Por ello, desearía aprovechar esta ocasión tan extraordinaria para hacer
un elogio, y acaso también una defensa, de la fantasía y la imaginación en la
literatura, que son para mí algo tan vital como el comer y el dormir, y que
opongo a la aridez de la actitud que tan a menudo nos rodea, que se niega a ver
la dimensión espiritual de lo material.
Así, es mi intención invitaros, en este discurso mío tan
poco erudito y tan poco formal, a ensayar una incursión en el mundo que ha sido
mi gran obsesión literaria, el mundo que me ha fascinado desde lo más temprano
de la infancia, que desde niña me ha mantenido atrapada en sus redes: el
«bosque» que es para mí el mundo de la imaginación, de la fantasía, del
ensueño, pero también de la propia literatura y, a fin de cuentas, de la
palabra. Y desearía hacerlo bajo la invocación de Alicia en el país de las
maravillas, con los siguientes versos:
Recibe, Alicia, el cuento y deposítalo
donde el sueño de la
Infancia
abraza a la Memoria en lazo místico,
como ajada guirnalda
que ofrece a
su regreso el peregrino
de una tierra lejana.
En el momento en que Alicia atraviesa la cristalina barrera
del espejo, que de pronto se transforma en una clara bruma plateada que se
disuelve invitando al contacto con las manitas de la niña, siempre me ha
parecido uno de los más mágicos de la historia de la literatura, quizá el que
ofrece un mito más maravilloso y espontáneo: el deseo de conocer otro mundo, de
ingresar en el reino de la fantasía a través, precisamente, de nosotros mismos.
Porque no debemos olvidar que lo que el espejo nos ofrece no es otra cosa que
la imagen más fiel y al mismo tiempo más extraña de nuestra propia realidad.
Desearía, pues, exhortaros a participar, durante el breve
tiempo de este atípico discurso, de la fascinación que sin duda constituye la
cifra de mi obra, y acaso también de mi vida: la posibilidad de cruzar el
espejo e internarse en el bosque de lo misterioso y de lo fantástico, pero
también del pasado, del deseo y del sueño. No pretendo que abandonemos este
mundo, nuestro mundo, sino tan sólo que nos aventuremos por unos instantes en los
otros mundos que hay en éste.
Es ésta una fascinación eminentemente literaria, pero no
sólo. Porque los bosques siempre han sido importantísimos para mí. Su mera
imagen siempre me ha sugerido toda suerte de historias y leyendas, de recuerdos
que ignoraba poseer, pero que estaban ahí, confundidos entre los árboles o
escondidos en la espesura de los zarzales.
Antes de saber leer, los libros eran para mí como bosques
misteriosos. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo era posible que de aquellas páginas
de papel, de aquellas hormiguitas negras que la surcaban se levantara un mundo
ante mis ojos, mis oídos y mi corazón de niña? ¿Qué clase de magia, de
sortilegio era aquel que sobrepasaba cuanto yo vivía y cuanto vivía a mi
alrededor? Criaturas, deseos, sueños, personas y personajes, y tiempos
desconocidos bullían allí. De pronto, la palabra hablada se orientaba entre los
árboles y los matorrales, descorría el velo y hacía que apareciesen ante mis
ojos cuantas innumerables miradas, memorias y atropellos pueblan el mundo.
«Cuando yo sea mayor —pensaba— haré esto». Ni siquiera sabía que «esto» era
participar del mundo imaginario de la literatura.»
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