miércoles, 13 de noviembre de 2013

Cuando venía hacia casa (tal vez fuera por el hambre), he vivido una historia de terror. De repente, el sonido de la ciudad se ha convertido en ruidos. Claro, esta afirmación surge de la posterior elaboración de mi percepción mientras caminaba... Porque, al salir de la estación de Cercanías, lo que me ha pasado es que de repente me ha sobresaltado el sonido de una bocina. He sentido única y exclusivamente el sonido de esa bocina, no había nada más. Comienzo a bajar por Embajadores y ¡zas! el cierre de una puerta de un coche kundero me machaca el tímpano. En ese momento, he sido consciente de que algo me estaba pasando con el sonido. Creo que no lo estoy contando con suficiente claridad. Lo que yo oía en ese momento era un sonido, mientras que mi mente era consciente de que, alrededor de él, había multitud de sonidos. Que yo no percibía. El ruido y yo éramos una realidad ajena a la realidad... A la realidad acústica. Esta primera intuición (aunque, verdad de verdad, era más una observación...) ha tomado más consistencia cuando un coche ha pasado por encima de una caja de cartón. El ¡plof! ha ocupado toda la calle. La caja, el sonido, el vacío, el miedo... Sí, el miedo, porque de repente me he puesto a pensar ¿y si a partir de ahora no soy capaz más que de percibir los sonidos aislados? Cambiaría mi tiempo, se alargaría, porque percibiría cada sonido de forma escalonada: primero uno, luego otro... Los sonidos que ahora percibo (porque sí, no se preocupen, me recuperé...): los niños jugando en el patio, mis dedos tecleando, Thelonius Monk en el ordenador (Monk's dream), los pasos del López por la casa, la cañería de Nunci (mi vecina de arriba...) y que han durado... ¿dos segundos?, se extenderían y pasarían a durar dos minutos..., lo que, multiplicado por todos los sonidos que he integrado a lo largo de mis años, podría convertirme en un ser casi inmortal de puro viejo...

Y así están las cosas.


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