Tomad lo que os han quitado,
tomad a la fuerza lo que siempre ha sido vuestro,
gritó, congelándose en su ajustada chaqueta,
su pelo ondeando bajo el pescante,
soy uno de vosotros, gritó,
¿qué esperáis? Este es el momento,
echad abajo las barandas,
tirad a esos degenerados por la borda
con todos sus baúles, perros, lacayos,
mujeres y hasta niños,
usad la fuerza bruta, los cuchillos, las manos.
Y les mostró el cuchillo,
y les mostró las manos desnudas.
Pero los pasajeros del entrepuente,
emigrantes, todos a oscuras,
se quitaron las gorras
y lo escucharon en silencio.
¿Cuándo tomaréis la venganza,
si no ahora? ¿O es que no podéis
soportar ver sangre?
¿Y la sangre de vuestros hijos?
¿Y la vuestra? Y se arañó la cara,
y se cortó las manos,
y les mostró la sangre.
Pero los pasajeros de entrepuente
lo escuchaban inmóviles.
No porque él no hablara lituano
(no lo hablaba), ni porque estuvieran ebrios
(hacía tiempo que habían vaciado
sus anticuadas botellas
envueltas en toscos pañuelos),
ni porque estuvieran hambrientos
(aunque estaban hambrientos):
Era otra cosa. Algo
difícil de explicar.
Entendían bien
lo que él decía, pero no lo
entendían a él. Sus frases
no eran las frases de ellos. Golpeados
por otros miedos y otras esperanzas,
aguardaban allí pacientemente
con sus bolsos, sus rosarios,
sus raquíticos hijos, recostados
en las barandas, dejaron
pasar a otros, prestándole atención
respetuosamente,
y esperaron hasta que se ahogaron.
Hans Magnus Enzensberger, Canto V de El hundimiento del Titanic (traducción de Heberto Padilla), Barcelona, Anagrama, 1986
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