lunes, 15 de agosto de 2011

Hace unos días (ya me parecen demasiados y deseo que llegue la siguiente), J, C y yo tuvimos nuestra comida de las académicas del gin-tonic. Suele ser mensual (así lo intentamos, al menos) y, a veces, coincide la celebración con otra celebración. Esta vez la excusa fue el cumple de J... Y no, no le regalamos un libro (creo que por primera vez). Le regalamos una mochilita para que lleve sus cosas (sean las que sean, que en eso no tenemos nosotras nada que decir) en excursiones y viajes con P y que le dure(n) mucho tiempo, que le sienta(n) muy pero que muy bien.

Y la Moleskine de Lisboa... ¿Lo primero que buscó?... La Rua dos douradoures, por supuesto.

Pero no quería contarles esto.

El asunto es que, como siempre (que podemos), acabamos en La buena vida tomando café y el penul gin. Y los conguitos y gominolas que los acompañan. Pesca de ese día: C, tres; J, tres y yo... Sólo uno (pero encargué otros dos, por no quedarme atrás, más que nada)...

El que me llevé fue el primero de mi lista moleskinera: El club de los optimistas incorregibles, que leo con gusto y que comentaré cuando termine. Les copio un fragmento en el que me veo:

«Me horrorizaba perder el tiempo. Lo único que me parecía de utilidad era leer. En casa, nadie leía de verdad. Mi madre tardaba un año en leer el Libro del Año, lo que le permitía hablar de él pasar por una lectora empedernida. Mi padre no leía y se jactaba de ello.
     Franck tenía libros de política en su cuarto. El abuelo Philippe sólo apreciaba a Paul Bourget, cuyas novelas había leído de joven.
     —Dirán lo que quieran, pero la literatura de antes de la guerra era otra cosa.
    Compraba libros de bibliófilo en las tiendas de la calle del Odeón. No los leía y se componía una biblioteca. Yo era un lector compulsivo, una compensación del resto de la familia. Por las mañanas, al encender la luz, echaba mano del libro de turno y ya no lo soltaba. A mi madre le ponía nerviosa verme con las narices metidas en un libro.
     —¿No tienes otra cosa que hacer?
     No soportaba hablarme y que yo no atendiese. En varias ocasiones, me arrancó el libro de las manos para obligarme a contestarle. Había renunciado a llamarme para cenar y había dado con una solución eficaz. Desde la cocina, cortaba la luz de mi cuarto. No me quedaba más remedio que ir a reunirme con la familia. Leía en la mesa, cosa que horrorizaba a mi padre. Leía mientras me lavaba los dientes e iba al retrete. Tamborileaban en la puerta para que dejara el sitio libre. Leía andando. Tardaba quince minutos en llegar al liceo. Un cuarto de hora de lectura que se convertía en media hora o más. Incluía esa propina y salía antes. Llegaba tarde muchas veces y me ponían montones de castigos cada tres retrasos sin motivo justificado. Había renunciado a explicarles a los zopencos que se suponía que tenían a su cargo nuestra educación que eran retrasos procedentes e inevitables. Mi ángel de la guarda me protegía y me dirigía. Nunca me pegué con un poste, ni me atropelló un coche al cruzar la calle con la nariz metida en el libro.»

A Michel (el narrador) le gusta jugar al futbolín. Y el rock... Además (porque todo importa), la foto de la cubierta es de Cartier-Bresson, nada menos:

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