martes, 31 de mayo de 2011

«Hecho histórico: la gente dejó de ser humana en 1913. El año en que Henry Ford hizo que los vehículos avanzaran sobre rodillos y que sus operarios fuesen tan rápidos como la cadena de montaje. Al principio, los obreros se rebelaron. Se despidieron a manadas, incapaces de hacer que su cuerpo se acostumbrara al nuevo ritmo de los tiempos. Desde entonces, sin embargo, las siguientes generaciones se han ido adaptando: todos estamos familiarizados con la automatización y así somos capaces de manipular palancas de mando, de conectarnos a ordenadores remotos y realizar movimientos repetitivos de mil clases.
     Pero en 1922 ser un autómata constituía una novedad»

Jeffrey Eugenides, Middlesex (traducción de Benito Gómez Ibáñez), Barcelona, Anagrama, 2005

Derramando tornillos,
con las bielas exánimes,
hizo un esfuerzo último para mover las ruedas
dentadas. Como una oscura arteria
palpitó la polea, pero sólo
transmitió un temblor leve a las turbinas,
que giraron despacio, horrorizadas,
con expresión de ojos que se nublan.
Luego, la vieja máquina
se derrumbó pesadamente,
ahogando en su caída
el estertor agudo de las válvulas.

Un delicado halo de bermeja
herrumbre,
de orín confuso, y moho, y cardenillo,
ascendió lentamente de sus restos
—temblorosos aún— hacia la turbia
claraboya,
polarizando luces impartidas
como una bendición, desde lo alto.
Alguien gritó:
                    ¡Milagro!,
                                   desangrándose.
¡Milagro!,
               desasiéndose
del abrazo del hierro retorcido.
Luego supimos que aquel artefacto
había expirado
—el hombre importa poco—
en olor a chatarra. Y comprendimos.

Ángel González, «Muerte de máquina», en Grado elemental (1962)




Charles Chaplin, Tiempos modernos (1936)



Fritz Lang, Metropolis (1927)

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