domingo, 10 de octubre de 2010

 
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 "En el siglo XIX, a mediados o a finales del siglo XIX, dijo el tipo canoso, la sociedad acostumbraba a colar la muerte por el filtro de las palabras. Si uno lee las crónicas de esa época se diría que casi no había hechos delictivos o que un asesinato era capaz de conmocionar a todo un país. No queríamos tener a la muerte en casa, en nuestros sueños y fantasías, sin embargo es un hecho que se cometían crímenes terribles, descuartizamientos, violaciones de todo tipo, e incluso asesinatos en serie. Por supuesto, la mayoría de los asesinos en serie no eran capturados jamás, fíjese si no en el caso más famoso de la época. Nadie supo quién era Jack el Destripador. Todo pasaba por el filtro de las palabras, convenientemente adecuado a nuestro miedo. ¿Qué hace un niño cuando tiene miedo? Cierra los ojos. ¿Qué hace un niño al que van a violar y luego a matar? Cierra los ojos. Y también grita, pero primero cierra los ojos. Las palabras servían para ese fin. Y es curioso, pues todos los arquetipos de la locura y la crueldad humana no han sido inventdaos por los hombres de esta época sino por nuestros antepasados. Los griegos inventaron, por decirlo de alguna manera, el mal, vieron el mal que todos llevamos dentro, pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles, ininteligibles. Lo mismo puede decirse de la locura. Fueron los griegos los que abrieron ese abanico y sin embargo ahora ese abanico ya no nos dice nada. Usted dirá: todo cambia. Por supuesto, todo cambia, pero los arquetipos del crimen no cambian, de la misma manera que nuestra naturaleza tampoco cambia. Una explicación plausible es que la sociedad, en aquella época, era pequeña. Estoy hablando del siglo XIX, del siglo XVIII, del XVII. Claro, era pequeña. La mayoría de los seres humanos estaban en los extramuros de la sociedad. En el siglo XVII, por ejemplo, en cada viaje de un barco negrero moría por lo menos un veinte por ciento de la mercadería, es decir, de la gente de color que era transportada para er vendida, digamos, en Virginia. Y eso ni conmovía a nadie ni salía en grandes titulares en el periódico de Virginia ni nadie pedía que colgaran al capitán del barco que los había transportado. Si, por el contrario, un hacendado sufría una crisis de locura y mataba a su vecino y luego volvía galopando hacia su casa en donde nada más descabalgar mataba a su mujer, en total dos muertes, la sociedad virginiana vivía atemorizada al menos durante seis meses, y la leyenda del asesino a caballo podía perdurar durante generaciones enteras. Los franceses, por ejemplo. Durante la Comuna de 1871 murieron asesinadas miles de personas y nadie derramó una lágrima por ellas. Por esa misma fecha un afilador de cuchillos mató a una mujer y a su anciana madre (no la madre de la mujer, sino su propia madre, querido amigo) y luego fue abatido por la policía. La noticia no sólo recorrió los periódicos de Francia sino que también fue reseñada en otros periódicos de Europa e incluso apareció una nota en el Examiner de Nueva York. Respuesta: los muertos de la Comuna no pertenecían a la sociedad, la gente de color muerta en el barco no pertenecía a la sociedad, mientras que la mujer muerta en una capital de provincia francesa y el asesino a caballo de Virginia sí pertenecían, es decir, lo que a ellos les sucediera era escribible, era legible. Aun así, las palabras solían ejercitarse más en el arte de esconder que en el arte de develar. O tal vez develaban algo. ¿Qué?, le confieso que yo lo ignoro".
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Roberto Bolaño, 2666

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