viernes, 27 de agosto de 2010

Siento un afecto más grande que cualquier amor
del que extraigo inutilizables deducciones.
Todas las experiencias del amor
se vuelven misteriosamente por obra de ese afecto
en el que se repiten, idénticas.
Estoy atado a él
pues me impide otros.
Pero soy libre porque soy un poco más libre de mí mismo.
La vida pierde interés pues ha quedado reducida a un teatro
en el que representan las fases de este afecto:
y así, perdí la embriaguez de tener caminos desconocidos
que recorrer cada noche
(al viejo viento que anuncia cambios de horas y estaciones).
Pero qué embriaguez al poder decir: "Ya no viajo más".
Todo es monótono porque en todo no hay más
que un cierto brillo de ojos,
un cierto modo de correr algo cómico,
un cierto modo de decir "Paolo", y un cierto modo
de desgarrarse de resignación.
Pero todo queda en el aire por el terror de que algo cambie.
En todo amor hay una fusión entre la persona que se ama
y algún otro; pero eso es natural. En el afecto,
en cambio, eso parece tan innatural:
la fusión se da a tales profundidades
que no es posible explicarla ni buscar sus motivos
para congratularse, sea ella como fuere, por la propia suerte.
La ternura que tal afecto impone
en lo más hondo, no lleva ni a fecundar
ni a ser fecundados aunque sea como un juego
y, sin embargo, se sucumbe a él
con la misma sensación de caer en el vacío
que se siente al echar la semilla, cuando se muere
y se convierte uno en padre. Finalmente (¡pero cuántas otras
cosas se podrían decir aún!),
aunque parezca absurdo, por un afecto semejante
se podría dar hasta la vida. Es más, yo creo
que este afecto no es más que un pretexto
para saber que se tiene una posibilidad -lá única-
de deshacerse sin dolor de sí mismo.
.
Pier Paolo Pasolini, Transhumanar y organizar (traducción de Ángel Sánchez-Gijón), Madrid, Visor, 2002 (2ª edición)

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