Por las tardes, mi madre se sienta con otras mujeres en un banco al lado de la plaza. Cuando he ido a buscarla esta tarde, estaban hablando —de forma alegre— de cómo querían «pasar al otro barrio». Una decía que quería que la incineraran; otra: «Qué horror, el olor a chamusquina... ¡Y con lo mal que huele la carne quemada!»; mi madre fluctúa, unas veces dice una cosa, otras otra. Y una de ellas, con mirada traviesa, va y suelta: «Pues yo quiero que me entierren bien arreglada; ya les he dicho que mi mortaja es el vestido que me compré el año pasado para la boda de mi nieto, para que cuando llegue mi marido diga: ¡Ole!...» (su marido murió hace veinticinco años...).
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