martes, 26 de mayo de 2015

Don Vicente Tabarca ha sido autorizado a abrir su consulta de médico generalista después de un largo calvario por interminables pasillos y ante una infinidad de ventanillas, y después de rellenar decenas de súplicas e instancias, y si eso ha sido posible, lo ha sido sin duda gracias a la intercesión de su primo Alejandro Muñoz Tabarca, teniendo del ejército rebelde -hoy, gracias a la victoria, comandante del ejército nacional- y héroe del Alcázar de Toledo, que ha explicado a funcionarios, policías, jefes de barrio y de finca, que el delito de Vicente Tabarca, siendo grave, lo fue sólo de ideas [...] añade siempre Alejandro que su primo ya ha tenido tiempo de sobra para arrepentirse en los años que ha pasado en la cárcel modelo de Valencia [...] Así que don Vicente Tabarca, en su día jovencísimo cirujano en el Hospital Clínico de Madrid, y hoy generalista, espera y lee. Aún quedan unos cuantos libros de su gusto en la casa: los Episodios nacionales, La Regenta, La lucha por la vida, Tirano Banderas. Quevedo, Cervantes, San Juan de la Cruz, y también Balzac, Tolstoi, Maupassant y Dostoievski. Los libros de Alberti, Lorca, Miguel Hernández, Blasco Ibáñez, Azaña, Trigo, Hoyos y Vinent, Sender y tantos otros, los quemó su mujer días antes de que entraran los nacionales en Madrid. Ya no están en la biblioteca, que un día fue opulenta y que ahora apenas llega a los trescientos títulos, y aun ésos es un milagro que se hayan salvado de los bombardeos de la guerra y del casos de los primeros días de victoria nacional; que hayan soportado abandonos (a la mujer la echaron del viejo piso mientras él estaba en la cárcel) y traslados, cuando no los soportaron la mayoría de los muebles que habían ido acumulando desde la boda. Y a pesar de la purga que hizo su mujer en aquellos días, cuando don Vicente lee sus libros favoritos todavía lo hace con cierta aprensión, como si, de repente, fuera a abrirse la puerta del cuarto en el que está sentado y alguien pudiera sorprenderlo con las manos en la masa, porque, al fin y al cabo, aunque permitidos, son libros de autores cuyos solos nombres sirven para desenmascararlo, para demostrar que su pensamiento no ha cambiado en nada, que sigue cometiendo el mismo crimen que lo llevó a la cárcel -un delito de ideas-, que es todavía de los que ahora llaman con cruel eufemismo "de la cáscara amarga", aferrado a unos pensamientos que se supone que ya han sido extirpados, como la gangrena se aferra a un miembro hasta que lo devora. Esos libros puestos en los estantes del cuartito de estar, lejos de la vista de los pacientes, muestras que él sigue contagiado por una forma de pensar que los vencedores calificaron de epidemia y que extirparon con cruel y efectivo instrumental durante tres años en las trincheras y cuya cura prosiguieron en paredones y celdas. Don Vicente, cada vez que abre un libro, sabe que, con ese gesto, demuestra que la dolorosa cura no ha sido suficiente, que sigue intoxicado, y teme una nueva intervención de esos despiadados cirujanos cuyo instrumental componen pesados barrotes, relucientes Lurger, largas y restallantes vergas de toro. Don Vicente teme la aplicación de un emético suplementario. Ni el campo de Albatera, ni las cárceles de Valencia y El Dueso le han servido como correccional, ni los trabajos forzados lo han reformado. El miedo encubre los síntomas del mal, mientras que los libros delatan su permanencia.
 
Rafael Chirbes, La larga marcha, Barcelona, Anagrama, 1996
 
Entrevista con Rafael Chirbes aquí.

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