lunes, 23 de junio de 2014

I
 
Inútilmente fui
recorriendo senderos
entre mármoles.
 
                            Luz
de prodigiosa hondura.
(Toda la noche había
llovido. Al clarear
cesó la lluvia. Nubes
navegaban el cielo;
nubes blancas.)
 
                           Inútil
fue recorrer senderos,
buscar tu nombre. Inútil:
no lo hallé.
Y recé una oración
por ti-¿por ti o por mí?
Después te olvidé. Sean
los muertos los que entierren
a sus muertos.
 
II
 
                         ¡Estaba
tan olvidado todo!
Pero esta noche...
 
¿Por qué será imposible
verte de nuevo, hablarte,
escucharte, tocarte,
ir-con los mismos cuerpos
y almas que tuvimos
pero con más amor-
uno al lado del otro...
(Ilusión descuajada
del espacio y del tiempo,
lo sé para mi daño.)
 
Yo te hablaría
lo mismo que hablaría,
si yo fuese su dueño,
mi verso: con palabras
de cada día, pero
bajo las que sonara
la corriente fluvial
de la ternura.
Como se hablan los hombres,
conteniendo las ganas
de llorar, de decirse
«te quiero». Sin llorar
ni decirse «te quiero»,
que es cosa de mujeres.

Qué quedaría entonces
de ti, después de tantos
años bajo la tierra.
Dónde hallarte-pensé
aquel día-. No estamos
jamás donde morimos
definitivamente,
sino donde morimos
día a día.

III

Pero esta noche...
Te abrazaría, créeme,
te besaría,
te daría calor,
te adoraría. Haría
algo que es más difícil:
tratar de comprenderte.

Y te comprendería,
te comprendo ya, créelo.
Nos va enseñando tanto
la vida... Nos enseña
por qué un hombre ve rota
su voluntad, y sueña,
y vive solitario;
por qué va a la deriva
en el témpano errante
arrancado a la costa,
y se deja morir
mientras mira impasible
cómo se hunden los suyos,
la carne ce su carne,
su hermoso mundo...

IV

Son líneas sin sentido
éstas que trazo.
Yo mismo no comprendo
qué es lo que dejo en ellas.
Acaso sea música
de mi alma, arrancada
de modo misterioso
por tu mano de muerto.

Tu mano viva.
Yo pensé en ella, pero
era una mano muerta,
una mano enterrada
la que yo perseguía.

Inútilmente fui
buscando aquella mano.
Se estaba convirtiendo
en festín de las flores.
En vaho tibio para
empañar las estrellas.
En luz malva y errante
que da su son al alba.
Estaría mezclándose
con la tierra materna.
Se hacía mano viva:
lo que es ahora.

V

Te abrazaría, créeme.
Te daría calor.
Te comprendo ya. Entonces
no era tiempo. Fue un día
de septiembre, en Ciriego,
-un cementerio que oye
la mar- el año mil
novecientos cincuenta.

Cuando vivías, eras
un extraño. Aquel día,
entre mármoles, fui
buscándote, tratando
de comprenderte. Sólo
esta noche, de modo
inesperado, al fin
he comprendido.

                                Tarde,
para mi daño.

José Hierro, «Remordimiento», en Antología (selección y prólogo de Aurora de Albornoz), Madrid, Visor.

El poema pertenece al libro Cuanto sé de mí (1957)

             




1 comentario:

  1. Echo de menos un pie de foto¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
    j1

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