miércoles, 23 de abril de 2014



«La nueva casa estaba casi terminada cuando Úrsula lo sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada de azul, y no de blanco como ellos querían. Le mostró la disposición oficial escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su esposa, descifró la firma.
̶¿Quién es este tipo? ̶preguntó.
̶El corregidor  ̶dijo Úrsula desconsolada̶. Dicen que es una autoridad que mandó el gobierno.
Don Apolinar Moscote, el corregidor había llegado a Macondo sin hacer ruido […] Su primera disposición fue ordenar que todas las casas se pintaran de azul para celebrar el aniversario de la independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgado en el escueto despacho. “¿Usted escribió este papel?”, le preguntó. Don Apolinar Moscote, un hombre maduro, tímido, de complexión sanguínea, contestó que sí. “¿Con qué dercho?”, volvió a preguntar José Arcadio Buendía. Don Apolinar Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: “He sido nombrado corregidor de este publo.” José Arcadio Buendía ni siquiera miró el nombramiento.
̶En este pueblo no mandamos con papeles ̶dijo sin perder la calma̶. Y para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
Ante la impavidez de don Apolinar Moscote, siempre sin levantar la voz, hizo un pormenorizado recuento de cómo habían fundado la aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los caminos e introducido las mejores que les habían ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado a gobierno alguno y sin que nadie los molestara. “Somos tan pacíficos que ni siquiera nos hemos muestro de muerte natural”, dijo. “Ya ve que todavía no tenemos cementerio.” No se dolió de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces los hubiera dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellos no habían fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. […]
̶De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro ciudadano común y corriente, sea muy bienvenido ̶concluyó José Arcadio Buendía̶. Pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi casa ha de ser blanca como una paloma.
Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y apretó las mandíbulas para decir con una cierta aflicción:
̶Quiero advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a las manos la fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar Moscote por la solapa y lo levantó a la altura de sus ojos.
̶Esto lo hago ̶le dijo̶ porque prefiero cargarlo vivo y no tener que seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida.
Así lo llevó por la mitad de la calle, suspendido por las solapas, hasta que lo puso sobre sus dos pies en el camino de la ciénaga».
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Buenos Aires, Sudamericana, 1969, págs. 54-56


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