domingo, 20 de abril de 2014


«Entonces Úrsula se rindió a la evidencia. “Dios mío”, exclamó en voz baja. “De modo que esto es la muerte.” Inició una oración interminable, atropellada, profunda, que se prolongó por más de dos días, y que el martes había degenerado en un revoltijo de súplicas a Dios y de consejos prácticos para que las hormigas coloradas no tumbaran la casa, para que nunca dejaran apagar la lámpara frente al daguerrotipo de Remedios, y para que cuidaran de que ningún Buendía fuera a casarse con alguien de su misma sangre, porque nacían los hijos con cola de puerto. Aureliano Segundo trató de aprovechar el delirio para que le confesara dónde estaba el oro enterrado, pero otra vez fueron inútiles las súplicas. “Cuando aparezca el dueño ―dijo Úrsula― Dios ha de iluminarlo para que lo encuentre.” Santa Sofía de la Piedad tuvo la certeza de que la encontraría muerta de un momento a otro, porque observaba por esos días un cierto aturdimiento de la naturaleza: que las rosas olían a quenopodio, que se le cayó una totuma de garbanzos y los granos quedaron en el suelo en orden geométrico perfecto y en forma de estrella de mar, y de que una noche vio pasar por el cielo una fina de luminosos discos anaranjados.
Amaneció muerta el jueves santo.»

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Buenos Aires, Sudamericana, 1969, págs. 290-291.

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