domingo, 7 de julio de 2013

¡Uf!

 «Mírame a mí. El hombre se volvió hacia ellas y dejó de hablar justo cuando Ingel se daba la vuelta para ver qué retenía a su hermana, y en ese instante el sol alcanzó la corona de su cabello y… ¡No, no! ¡Mírame a mí!... Ingel irguió el cuello, lo hacía a menudo, y parecía un cisne, levantó la barbilla y se miraron el uno al otro, el hombre e Ingel. Aliide supo entonces que él nunca se fijaría en ella, al ver cómo se interrumpía, cómo inmovilizaba la mano que acababa de sacar una pitillera del bolsillo, cómo se quedaba mirando fijamente a Ingel sin continuar la frase, y cómo la tapa de la pitillera brillaba en su mano igual que un cuchillo. Ingel se acercó a Aliide, la mirada fija en el hombre, la piel resplandeciente desde los hombros hasta el hoyuelo de la clavícula, como una invitación. Sin siquiera mirar a su hermana, Ingel la agarró de la mano y la condujo hacia el muro donde el hombre permanecía inmóvil. Incluso su amigo se había percatado de que no estaba escuchándolo y de que la mano con la pitillera se había parado a la altura de la cintura. También vio que Ingel arrastraba a Aliide de la mano, aunque ésta intentaba resistirse a cada paso, buscando en las lápidas o en alguna raíz un apoyo al que agarrarse. Los tacones se le hundían en el mantillo una y otra vez, pero el terreno era resbaladizo, las raíces cedían, los abetos se apartaban, la hierba se deslizaba, las piedras rodaban ante sus pies e incluso una mosca voló hasta su boca, pero Aliide no fue capaz de espantarla tosiendo, porque Ingel no quería parar, tenía que seguir, tiraba y tiraba y el sendero estaba despejado y conducía directamente a aquel muro de piedra».
Sofi Oksanen, Purga (traducción de Tuula Marjatta Ahola Rissanen y Tomás González Ahola), Barcelona, Salamandra, 2011

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