«Mírame a mí. El hombre se volvió hacia ellas y dejó de
hablar justo cuando Ingel se daba la vuelta para ver qué retenía a su hermana,
y en ese instante el sol alcanzó la corona de su cabello y… ¡No, no! ¡Mírame a
mí!... Ingel irguió el cuello, lo hacía a menudo, y parecía un cisne, levantó
la barbilla y se miraron el uno al otro, el hombre e Ingel. Aliide supo
entonces que él nunca se fijaría en ella, al ver cómo se interrumpía, cómo
inmovilizaba la mano que acababa de sacar una pitillera del bolsillo, cómo se
quedaba mirando fijamente a Ingel sin continuar la frase, y cómo la tapa de la
pitillera brillaba en su mano igual que un cuchillo. Ingel se acercó a Aliide,
la mirada fija en el hombre, la piel resplandeciente desde los hombros hasta el
hoyuelo de la clavícula, como una invitación. Sin siquiera mirar a su hermana,
Ingel la agarró de la mano y la condujo hacia el muro donde el hombre
permanecía inmóvil. Incluso su amigo se había percatado de que no estaba
escuchándolo y de que la mano con la pitillera se había parado a la altura de
la cintura. También vio que Ingel arrastraba a Aliide de la mano, aunque ésta
intentaba resistirse a cada paso, buscando en las lápidas o en alguna raíz un
apoyo al que agarrarse. Los tacones se le hundían en el mantillo una y otra
vez, pero el terreno era resbaladizo, las raíces cedían, los abetos se
apartaban, la hierba se deslizaba, las piedras rodaban ante sus pies e incluso
una mosca voló hasta su boca, pero Aliide no fue capaz de espantarla tosiendo,
porque Ingel no quería parar, tenía que seguir, tiraba y tiraba y el sendero
estaba despejado y conducía directamente a aquel muro de piedra».
Sofi Oksanen, Purga (traducción de Tuula Marjatta Ahola
Rissanen y Tomás González Ahola), Barcelona, Salamandra, 2011
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