«Vivían un sultán y su esposa en su palacio, pero la esposa
era desdichada. Cada día estaba más delgada y desganada. En la misma ciudad
vivía un pobre hombre cuya esposa era una mujer sana, gorda y feliz. Cuando el
sultán se enteró, llamó al pobre hombre a su corte y le preguntó cuál era su
secreto.
—Muy simple —dijo el hombre pobre—. Le doy de comer carne de
lengua.
El sultán llamó inmediatamente al carnicero y le ordenó que
le vendiera todas las lenguas de todos los animales sacrificados en la ciudad a
él, el sultán. El carnicero hizo una reverencia y ser marchó. A diario enviaba
todas las lenguas de todos los animales de su carnicería a palacio. El sultán
mandó al cocinero cocer, freír, asar y salar las lenguas de todas las formas
conocidas y preparar todos los platos de lengua según las reglas. La reina
tenía que comerlo tres o cuatro veces al día… pero todo fue en vano. Seguía
adelgazando y cada día se sentía peor. El sultán ordenó entonces al hombre
pobre que le cambiara la esposa y el pobre hombre aceptó de mala gana. Se llevó
a casa a la reina delgada y envió a palacio a su esposa. ¡Y, ay!, en palacio su
esposa empezó a adelgazar y adelgazar, pese a todos los manjares que le ofrecía
el sultán. Era evidente que no podría medrar en un palacio.
El hombre pobre, cuando llegaba a casa por la noche,
saludaba a su nueva esposa (regia) y le contaba las cosas que había visto
durante el día, sobre todo las divertidas, y luego le contaba historias que la
hacían reír a carcajadas. Después solía sacar el banjo y cantarle canciones,
pues sabía muchísimas. Jugaba hasta bien tarde con ella y la entretenía. ¡Y
héteme aquí que, en pocas semanas, la reina engordó! Daba gloria mirarla. ¡Se
le puso la piel tersa y lozana como la de una jovencita! Y estaba siempre
risueña, recordando las muchas cosas divertidas que le había contado su nuevo
marido. Cuando el sultán la reclamó, ella se negó a ir. Así que fue a buscarla él
mismo en persona y la encontró completamente cambiada y feliz. Le preguntó qué
le había hecho el hombre pobre y ella se lo dijo. Entonces comprendió él al fin
el significado de carne de lengua.»
Cuento swahili recogido por Angela Carter en Caperucitas, Cenicientas
y Marisabidillas (traducción de Ángela Pérez), Barcelona, Edhasa, 1992
Gordas y risueñas, sí señor.
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