viernes, 9 de septiembre de 2011

Siempre que se acostaba después de sus durísimas jornadas de trabajo, mi madre decía: «El que inventó la cama no tenía que morirse nunca». Lo decía así, como si todavía estuviera vivo. Y eso pienso yo ahora que leo La caverna de José Saramago. Hay personas que nos hacen tanta falta que no tenían que morirse nunca. Y lo digo porque Saramago, como el inventor de la cama, como el maestro de La lengua de las mariposas, como tantos otros, siguen vivos...


«El alfarero apiló los platos, primero los llanos, después los hondos, después éstos sobre aquéllos, los acomodó en la curva del brazo izquierdo del hombre, y, como tenía el botijo colgando de la mano derecha, no tuvo el beneficiado mucho de sí con que agradecer, sólo la vulgar palabra gracias, que tanto es sincera como no, y la sorpresa de una inclinación de cabeza nada armónica con la clase social a que pertenece, queriendo esto decir que sabríamos mucho más de las complejidades de la vida si nos aplicásemos a estudiar con ahínco sus contradicciones en vez de perder tanto tiempo con las identidades y las coherencias, que ésas tienen la obligación de explicarse por sí mismas»

«Viví, miré, leí, sentí, Qué hace ahí el leer, Leyendo se acaba sabiendo casi todo, Yo también leo, Por tanto algo sabrás, Ahora ya no estoy tan segura, Entonces tendrás que leer de otra manera, Cómo, No sirve la misma forma para todos, cada uno inventa la suya, la suya propia, hay quien se pasa la vida entera leyendo sin conseguir nunca ir más allá de la lectura, se quedan pegados a la página, no entienden que las palabras son sólo piedras puestas atravesando la corriente de un río, si están allí es para que podamos llegar a la otra margen, la otra margen es lo que importa, A no ser, A no ser, qué, A no ser que esos tales ríos no tengan dos orillas sino muchas, que cada persona que lee sea, ella, su propia orilla, y que sea suya y sólo suya la orilla a la que tendrá que llegar»

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