sábado, 6 de agosto de 2011

Siempre he pensado que el mayor poder de las dictaduras está en extender el miedo. No, no quiero decir extender (y no lo digo). Digo inocular el miedo. Entonces, el miedo se convierte en una enfermedad difícil de diagnosticar porque parece que forma parte de nuestro carácter, pero no, no es nuestro, no vino con nosotros, es un agente externo. Normalmente sólo se diagnostica cuando empieza la cura... O eso pienso. Temíamos:

A la oscuridad... porque crea monstruos (y sueños, claro)
Al infierno si teníamos malos pensamientos, acciones impuras. Tantas cosas imposibles.
A las palabras porque las paredes escuchan.
A quejarnos porque tomarían represalias.
A mirar a un policía.
A salirnos de nuestra posición social, intelectual... No nos correspondía. sufriríamos.
Al anillo que golpea por no saberte la tabla del dos.
A reclamar nuestros derechos (porque no nos pertenecían, porque nos los podían quitar...). Contradicciones.
A significarnos en cualquier aspecto porque nos haríamos visibles, golpeables, disparables...

Por eso para mí ayer fue un día muy, muy importante. El lema existía, y lo habíamos sentido en otras concentraciones, en otras manifestaciones, pero ayer lo vi. Y no es alucinación. No tenemos miedo. Y en el corazón, cada uno llevaría sus propias historias. Yo iba cargadita con las mías... De la mano de un M, otro:

Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses,
beso zapatos vacíos
y empuño rabiosamente
la mano del corazón
y el alma que lo mantiene.

Que mi voz suba a los montes
y baje a la tierra y truene,
eso pide mi garganta
desde ahora y desde siempre.

Acércate a mi clamor,
pueblo de mi misma leche,
árbol que con tus raíces
encarcelado me tienes,
que aquí estoy yo para amarte
y estoy para defenderte
con la sangre y con la boca
como dos fusiles fieles.

Si yo salí de la tierra,
si yo he nacido de un vientre
desdichado y con pobreza,
no fue sino para hacerme
ruiseñor de las desdichas,
eco de la mala suerte,
y cantar y repetir
a quien escucharme debe
cuanto a penas, cuanto a pobres,
cuanto a tierra se refiere.

Ayer amaneció el pueblo
desnudo y sin qué ponerse,
hambriento y sin qué comer,
y el día de hoy amanece
justamente aborrascado
y sangriento justamente.
En su mano los fusiles
leones quieren volverse
para acabar con las fieras
que lo han sido tantas veces.

Aunque te falten las armas,
pueblo de cien mil poderes,
no desfallezcan tus huesos,
castiga a quien te malhiere
mientras que te queden puños,
uñas, saliva, y te queden
corazón, entrañas, tripas,
cosas de varón y dientes.
Bravo como el viento bravo,
leve como el aire leve,
asesina al que asesina,
aborrece al que aborrece
la paz de tu corazón
y el vientre de tus mujeres.
No te hieran por la espalda,
vive cara a cara y muere
con el pecho ante las balas,
ancho como las paredes.

Canto con la voz de luto,
pueblo de mí, por tus héroes:
tus ansias como las mías,
tus desventuras que tienen
del mismo metal el llanto,
las penas del mismo temple,
y de la misma madera
tu pensamiento y mi frente,
tu corazón y mi sangre,
tu dolor y mis laureles.
Antemuro de la nada
esta vida me parece.

Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene,
y aquí estoy para morir,
cuando la hora me llegue,
en los veneros del pueblo
dese ahora y desde siempre.
Varios tragos es la vida
y un solo trago la muerte.

Miguel Hernández, «Sentado sobre los muertos», en Viento del pueblo (1937)

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