martes, 5 de julio de 2011

«Cuando yacía allí sudando y desconsolado, un súbito estremecimiento le animó. Oía una canción que llegaba desde muy lejos interpretada al piano, y a una voz oscura que cantaba, aunque ignoraba de qué canción se trataba y de dónde provenía. Se irguió apoyándose en un codo, escuchando y contemplando la noche. Era un blues, voluptuoso y lleno de quejas. La música procedía de la calleja de detrás de los terrenos del juez donde vivían los negros. Mientras el muchacho escuchaba, la tristeza del jazz floreció pero no estalló.
     Jester se levantó y bajó la escalera. Su abuelo estaba en la biblioteca y se escurrió en la noche sin que lo viera. La música procedía de la tercera casa de la calleja, y cuando Jester llamó por segunda vez, la música cesó y se abrió la puerta.
     No había pensado en lo que iba a decir, y se quedó callado en el umbral, sabiendo sólo que algo abrumador estaba a punto de ocurrirle. Se encontró cara a cara por primera vez con el negro de ojos azules y tembló. La música todavía palpitaba en su cuerpo y Jester se acobardó al enfrentarse con aquellos ojos azules. Eran fríos y relucían en la oscura y hosca hora. Le recordaban algo que le hacía temblar con repentina vergüenza. Se preguntaba sin palabras qué era aquella sensación abrumadora. ¿Era miedo? ¿Era amor? ¿O era… por fin… pasión? La tristeza del jazz explotó.
     Todavía sin saber lo que pasaba, Jester entró en la habitación y cerró la puerta»


«La muerte siempre es la misma, pero cada hombre muere a su modo»


«Era un hombre que miraba un reloj sin manecillas»


Carson McCullers, Reloj sin manecillas, Barcelona, Bruguera, 1984
 

 

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