«Las Pulseras de Dijes: eran las reinas del colegio. Iban a Baker e Inglis desde el jardín de infancia. […]
¿Qué puedo decir de mis compañeras de clase, tan bien educadas, de nariz tan pequeña, con tanto dinero en fideicomiso? Descendientes de industriales muy trabajadores y ahorrativos […]
No hay prueba contra el determinismo genético más convincente que los hijos de los ricos. Las Pulseras de Dijes no estudiaban. Jamás alzaban la mano en clase. Se ponían en las últimas filas, desplomándose sobre el pupitre, y todos los días volvían a casa con el cuaderno intacto, como un objeto de utilería. (Aunque puede que las Pulseras de Dijes entendieran más que yo de la vida. Desde temprana edad eran conscientes del escaso valor que el mundo daba a los libros, de manera que no perdían el tiempo con ellos. Mientras que yo, incluso ahora, persisto en creer que esos signos negros trazados en papel blanco son de la mayor importancia, y que si continúo escribiendo lograré atrapar el arco iris de la conciencia y guardarlo en un tarro. El único fideicomiso que poseo es este relato y, a diferencia de la prudente clase privilegiada, estoy echando mano del capital principal, gastándomelo todo…)»
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