martes, 2 de noviembre de 2010

Hace poco, publiqué en este blog una conferencia con la profesora Amelia Valcárcel. En ella, la filósofa recordaba una conocida pero a veces olvidada afirmación: "Una cadena es todo lo fuerte que sea su eslabón más débil". La imagen derivada me parece fundamental: da igual si hay muchos eslabones fuertes, con que haya uno sólo débil, la cadena se rompe... Y la fragmentación es siempre negativa cuando de defender derechos se trata. (¿recuerdan?: "Divide y vencerás"). Sobre todo, cuando hay siglos de trabajo, investigaciones, religiones y sociedades para asentar bien la dominación a través del cuerpo de la mujer. En ocasiones, no hay relación causa-efecto, pero es innegable que hay vinculaciones de pensamiento y lenguaje en una serie de hechos (datos, no opiniones) de culturas, renta per cápita y desarrollo... Y parece que el sexo de la mujer sigue siendo botín en guerras y desastres...  ¿Cómo no, si deviene en comentario político en este primer mundo?... O así me lo parece: el sexo del hombre es irreductible en su afán de dominación (nada que ver con el decente de algunos compañeros, por supuesto. Y menos mal... Nada que ver, tampoco, con la homosexualidad).
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Berlusconi: "Mejor las mujeres guapas que ser homosexual". Que el asunto de la "mujer guapa" se refiera a una menor musulmana que contrató como prostituta y acudió a alaguna de las fiestas de su villa carece de importancia, por lo visto... Aquí.
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León de la Riva, ginecólogo (¿¿!!) y alcalde de Valladolid y sus declaraciones sobre Leire Pajín.
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Sánchez Dragó y su historia con dos menores japonesas.
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Las mujeres en Haití en peligro. Aquí.
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En "La parte de los crímenes", cuarta parte de la novela 2666, Roberto Bolaño, sin explicación ni transición, introduce una "conversación" entre los policías que investigan los casos de las mujeres asesinadas. Este texto, que se graba a hierro en los nervios, fue llevado a escena en la obra de teatro surgida a partir de la novela de una forma, en mi opinión, impecable, ya que los policías lo decían "soltando texto", sin matiz emocional de ningún tipo, casi como si se tratara de una lectura desdramatizada... Con la mirada perdida y posición impasible... La fuerza venía por contraste, ya que lo hacían ante el cuerpo torturado, violado, ensangrentado  de una mujer.   Bolaño es un auténtico maestro en contar lo que no cuenta, en contar lo que nos dice nuestra percepción a partir de la sensibilidad y la experiencia. Bolaño no hace responsables a los policías de los asesinatos, pero sí establece algún tipo de conexión. Seguro que muchos de los hombres que sueltan estas perlas son auténticos caballeros de tú a tú con una mujer, pero con sus palabras expresan gradaciones de un mismo hecho: una sociedad machista, injusta.
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El texto de Bolaño (¡qué falta nos hace!) es este:
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"A esa misma hora los policías que acababan el servicio se juntaban a desayunar en la cafetería Trejos, un local oblongo y con pocas ventanas, parecido a un ataúd. Allí bebían café y comían huevos a la ranchera o huevos a la mexicana o huevos con tocino o huevos estrellados. Y se contaban chistes. A veces eran monográficos. Los chistes. Y abundaban aquellos que iban sobre mujeres. Por ejemplo, un policía decía: ¿cómo es la mujer perfecta? Pues de medio metro, orejona, con la cabeza plana, sin dientes y muy fea. ¿Por qué? Pues de medio metro para que te llegue exactamente a la cintura, buey, orejona para manejarla con facilidad, con la cabeza plana para tener un lugar donde poner tu cerveza, sin dientes para que no te haga daño en la verga y muy fea para que ningún hijo de puta te la robe. Algunos se reían. Otros seguían comiendo sus huevos y bebiendo su café. Y el que había contado el primero, seguía. Decía: ¿por qué las mujeres no saben esquiar? Silencio. Pues porque en la cocina no nieva nunca. Algunos no lo entendían. La mayoría de los polis no había esquiado en su vida. ¿En dónde esquiar en medio del desierto? Pero algunos se reían. Y el contador de chistes decía: a ver, valedores, defínanme una mujer. Silencio. Y la respuesta: pues un conjunto de células medianamente organizadas que rodean a una vagina. Y entonces alguien se reía, un judicial, muy bueno ése, González, un conjunto de células, sí, señor. Y otro más, éste internacional: ¿por qué la Estatua de la Libertad es mujer? Porque necesitaban a alguien con la cabeza hueca para poner el mirador. Y otro: ¿en cuántas partes se divide el cerebro de una mujer? ¡Pues depende, valedores! ¿Depende de qué, González? Depende de lo duro que le pegues. Y ya caliente: ¿por qué las mujeres no pueden contar hasta setenta? Porque al llegar al sesenta y nueve ya tienen la boca llena. Y más caliente: ¿qué es más tonto que un hombre tonto? (Ése era fácil.) Pues una mujer inteligente. Y aún más caliente: ¿por qué los hombres no les prestan el coche a sus mujeres? Pues porque de la habitación a la cocina no hay carretera. Y por el mismo estilo: ¿qué hace una mujer fuera de la cocina? Pues esperar a que se seque el suelo. Y una variante: ¿qué hace una neurona en el cerebro de una mujer? Pues turismo. Y entonces el mismo judicial que ya se había reído volvía a reírse y a decir muy bueno, González, muy inspirado, neurona, sí, señor, turismo, muy inspirado. Y  González, incansable, seguía: ¿cómo elegirías a las tres mujeres más tontas del mundo? Pues al azar. ¿Lo captan, valedores? ¡Al azar! ¡Da lo mismo! Y: ¿qué hay que hacer para ampliar la libertad de una mujer? Pues darle una cocina más grande. Y: ¿qué hay que hacer para ampliar aún más la libertad de una mujer? Pues enchufar la plancha a un alargue. Y: ¿cuál es el día de la mujer? Pues el día menos pensado. Y: ¿cuánto tarda una mujer en morirse de un disparo en la cabeza? Pues unas siete u ocho horas, depende de lo que tarde la bala en encontrar el cerebro. Cerebro, sí, señor, rumiaba el judicial. Y si alguien le reprochaba a González que contara tantos chistes machistas, González respondía que más machista era Dios, que nos hizo superiores. Y seguía: ¿cómo se llama una mujer que ha perdido el noventa y nueve por ciento de su cociente intelectual? Pues muda. Y: ¿qué hace el cerebro de una mujer en una cuchara de café? Pues flotar. Y: ¿por qué las mujeres tienen una neurona más que los perros? Pues para que cuando estén limpiando el baño no se tomen el agua del water. Y: ¿qué hace un hombre tirando a una mujer por la ventana? Pues contaminar el medio ambiente. Y: ¿en qué se parece una mujer a una pelota de squash? Pues en que cuanto más fuerte le pegas, más rápido vuelve. Y: ¿por qué las cocinas tienen una ventana? Pues para que las mujeres vean el mundo. Hasta que González se cansaba y se tomaba una cerveza y se dejaba caer en una silla y los demás policías volvían a dedicarse a sus huevos. Entonces el judicial, exhausto de una noche de trabajo, rumiaba cuánta verdad de Dios se hallaba escondida tras los chistes populares. Y se rascaba las verijas y ponía sobre la mesa de plástico su revólver Smith & Wesson modelo 686, de un kilo y casi doscientos gramos de peso, que hacía un ruido seco, como el de un trueno oído en la lejanía, al chocar contra la superficie de la mesa, y que lograba atraer la atención de los cinco o seis policías más cercanos, quienes escuchaban, no, quienes divisaban sus palabras, las palabras que el judicial pensaba decir, como si fueran espaldas mojadas perdidos en el desierto y divisaran un oasis o un poblado o una manada de caballos salvajes. Verdad de Dios, decía el judicial. ¿Quién chingados inventará los chistes?, decía el judicial. ¿Y los refranes? ¿De dónde chingados salen? ¿Quién es el primero en pensarlos? ¿Quién el primero en decirlos? Y tras unos segundos de silencio, con los ojos cerrados, como si se hubiera dormido, el judicial entreabría el ojo izquierdo y decía: háganle caso al tuerto, bueyes. Las mujeres de la cocina a la cama, y por el camino a madrazos. O bien decía: las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas. Y las carcajadas eran generales. Una gran manta de risas se elevaba en el local oblongo, como si los policías mantearan a la muerte. No todos, por supuesto. Algunos, en las mesas más distantes, refinaban sus huevos con chile o sus huevos con carne o sus huevos con frijoles en silencio o hablando entre ellos, de sus cosas, aislados del resto. Desayunaban, como si dijéramos, acodados en la angustia y en la duda. Acodados en lo esencial que no lleva a ninguna parte. Ateridos de sueño: es decir de espaldas a las risas que propugnaban otro sueño. Por contra, acodados en los extremos de la barra, otros bebían sin decir nada, no más mirando el borlote, o murmurando qué jalada, o sin murmurar nada, simplemente fijando en la retina a los mordelones y a los judiciales"

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