Siempre que alguien ponderaba la excelencia de la prosa de Cela, yo me decía interiormente, como un salmo: "Pues a mí me gusta más Delibes" (ya saben, por aquello de los narradores de posguerra: Cela, Torrente, Laforet, Delibes...). Pues yo, de Delibes de toda la vida.
.....Con el tiempo, a esta valoración literaria, que sigo manteniendo, se añade mi respeto hacia él. Creo que es un tipo decente y, aunque ideológicamente no coincidamos en algunos asuntos, me parece que ha mantenido siempre una coherencia imprescindible. Decencia. Coherencia. ¿Les suenan de algo estas palabras?... Pues eso. He leído que está muy enfermo, así que, antes de que se muera (no hay otra manera de llamarlo de forma decente), quiero dejar en mi cuadernín un texto que siempre me pone los pelos de punta por lo que tiene de expresión de la condición humana. Es un fragmento de El hereje. Cuenta (porque eso es lo que tiene Delibes: que cuenta y no hace pirotecnia idiomática) el auto de fe del 21 de mayo de 1559 en Valladolid. Concretamente, habla de cómo espera el público la llegada de los reos que van a ser entregados al fuego para su purificación (hay que ver qué palabra tan fea: purificación. Lo siento por quien se llame así...):
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El padre Tablares bajó la cabeza desalentado. No había más tiempo. Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban, alzaban los brazos. Lo silbatos de los niños aturdían. El humo hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos tranquilamente junto a Minervina. El padre Tablares, consciente de su fracaso, descendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente. Entonces hizo la seña, un leve ademán con la mano derecha señalando la carga de leña, sobre el burrajo. El verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció de pronto como una amapola, despabiló, humeó, rodeó a Cipriano rugiendo, lo desbordó. La multitud prorrumpió en gritos de júbilo cuando se produjo la deflagración y enormes llamas envolvieron al reo. "Señor, acógeme" -murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le arrancaran la piel a tiras, en las caras internas de los muslos, en todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas de los dedos. Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo, resignadamente. El pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el fondo decepcionado, había enmudecido. Entonces rompió el silencio el desgarrado sollozo de Minervina. La cabeza de Cipriano había caído de lado y las puntas de las llamas se cebaban en sus ojos enfermos.
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Miguel Delibes, El hereje, Barcelona, Destino, 1998
.....Con el tiempo, a esta valoración literaria, que sigo manteniendo, se añade mi respeto hacia él. Creo que es un tipo decente y, aunque ideológicamente no coincidamos en algunos asuntos, me parece que ha mantenido siempre una coherencia imprescindible. Decencia. Coherencia. ¿Les suenan de algo estas palabras?... Pues eso. He leído que está muy enfermo, así que, antes de que se muera (no hay otra manera de llamarlo de forma decente), quiero dejar en mi cuadernín un texto que siempre me pone los pelos de punta por lo que tiene de expresión de la condición humana. Es un fragmento de El hereje. Cuenta (porque eso es lo que tiene Delibes: que cuenta y no hace pirotecnia idiomática) el auto de fe del 21 de mayo de 1559 en Valladolid. Concretamente, habla de cómo espera el público la llegada de los reos que van a ser entregados al fuego para su purificación (hay que ver qué palabra tan fea: purificación. Lo siento por quien se llame así...):
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El padre Tablares bajó la cabeza desalentado. No había más tiempo. Los espectadores pedían a gritos el sacrificio: voceaban, brincaban, alzaban los brazos. Lo silbatos de los niños aturdían. El humo hacía llorar los ojos. Una mujer gruesa comía buñuelos tranquilamente junto a Minervina. El padre Tablares, consciente de su fracaso, descendió lentamente la escalerilla, vio a Minervina sollozando junto al verdugo y a éste mirándole a él atentamente. Entonces hizo la seña, un leve ademán con la mano derecha señalando la carga de leña, sobre el burrajo. El verdugo arrimó la tea a la incendaja y el fuego floreció de pronto como una amapola, despabiló, humeó, rodeó a Cipriano rugiendo, lo desbordó. La multitud prorrumpió en gritos de júbilo cuando se produjo la deflagración y enormes llamas envolvieron al reo. "Señor, acógeme" -murmuró éste. Sintió un dolor intensísimo, como si le arrancaran la piel a tiras, en las caras internas de los muslos, en todo su cuerpo, con una intensidad especial en las yemas de los dedos. Apretó los párpados en silencio, sin mover un músculo, resignadamente. El pueblo, sobrecogido por su entereza, pero en el fondo decepcionado, había enmudecido. Entonces rompió el silencio el desgarrado sollozo de Minervina. La cabeza de Cipriano había caído de lado y las puntas de las llamas se cebaban en sus ojos enfermos.
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Miguel Delibes, El hereje, Barcelona, Destino, 1998
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