martes, 18 de agosto de 2009

Estaba yo el otro día en el Café Central tomando un gin-tonic e intentando leer un sesudo artículo sobre la poesía de Ángel González cuando la oreja se me puso del tamaño de un autobús: una pareja cortejaba en la mesa de al lado. Tendrían como treinta y tantos años. Hablaba más él pero a ella, cuando intervenía, se le notaba muy serena y segura de sí misma (aunque nunca pude oírla porque hablaba bajito). Llegó el momento (ya habían tratado el tema de colegios, institutos, universidad, gustos culinarios y vacaciones…) de hablar sobre los gustos musicales y literarios. Él reconocía no tener «cultura musical» (así lo decía), pero reconocía que la «sensibilidad en la buena música también se adquiere». Ponía (él) el ejemplo de la ópera que, en un principio, no gusta pero luego es capaz de producirte emociones intensas y elevadas. Fue entonces cuando comparó la música con la poesía. De hecho dijo (más o menos, claro, que, aunque una es cotilla, le da pudor que los demás tengan constancia directa de ello y entonces disimula...: «Con la música pasa lo mismo que con la poesía [dijo]. Que al principio tienes que hacer un esfuerzo porque es un lenguaje extraño [yo estaba a punto de decirle a la chica que este hombre prometía…], pero, después, le vas cogiendo el gusto y es como una droga». ¡Toma ya! Lo mejor de todo era que el chico parecía sincero, daba la sensación de que tenía necesidad de decirle eso a alguien…
…..Y aquí surgió Ángel González. Enredando. Como Cortázar y Felisberto. No pueden parar, les gusta pasearse de mesa en mirada, de idea en cine y de pensamiento en palabra… Y de cortejo en cortejo. Y enredarse (los tres) con la música… En cuanto ven una nota propicia… ¡alehop!, ahí están. Comenzó (el chico cortejador) a decirle (a la chica cortejada) ‒y viceversa, por cierto‒que un amigo le había regalado por su cumpleaños un libro de un poeta (no se acordaba del nombre) que utilizaba unas palabras sencillas, pero que sabían llegar al alma. Que él se daba cuenta de que era poesía porque seguía el ritmo al leerlo (incluso dijo que había leído algún poema en casa, solo, en alto, para marcar el acento [remarcó lo de solo. O, bueno, a lo mejor son figuraciones mías]), pero que lo que le gustaba era que contaba historias. Historias que, además, «nos han pasado a todos» [aquí pensé que igual era un poquinín ingenuo. Pero, bueno, como andaba en lo que andaba el chaval…]. Le puso el ejemplo de un poema «que cuenta que, para que él llegara a ser quien es, ha necesitado de la conjunción de todo el universo. Y lo mejor [la emoción iba in crescendo] es que lo hace pasando por cada época biológica e histórica [así lo dijo]. Cuenta cómo ha debido pasar por cuerpos y cuerpos hasta formarse y reconocer que es sólo un fracasado. Pero, lo mejor, es que, en el último verso viene a decir que aunque fracasado, también es un éxito… O sea, lo que más o menos pensamos todos cada día para darnos fuerzas…». Al poco tiempo se fueron. No hacía falta más, claro. Porque estaba en público que, si no, me da un ataque de risa allí mismo. Tanto artículo, tanto artículo. Y te pierdes donde realmente está la poesía, joer.
…..Precisamente, con este poema solía comenzar sus lecturas Ángel González. Y lo mejor, en mi opinión, es que el chico se hubiera olvidado del nombre porque eso significa que la poesía ha cumplido su función: ser nuestra voz (esto último ha quedado un poco grande, lo sé, pero… es lo que pienso)
.
Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
De su pasaje lento y doloroso
de su huida hasta el fin, sobreviviendo
naufragios, aferrándose
al último suspiro de los muertos,
yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…

Áspero mundo (1956)

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