Si miro tus ojos,
si acerco a tus ojos los míos,
¡oh, cómo leo en ellos retratado todo el pensamiento de
mi soledad!
Ah, mi desconocida amante a quien día a día estrecho
en los brazos.
Cuán delicadamente beso despacio, despacísimo,
secretamente en tu piel
la delicada frontera que de mí te separa.
Piel preciosa, tibia, presentemente dulce,
invisiblemente cerrada,
que tiene la contextura suave, el color, la entrega de
la fina magnolia.
Su mismo perfume, que parece decir: "Tuya soy,
heme entregada al ser que adoro
como una hoja leve, apenas resistente, toda aroma
bajo sus labios frescos."
Pero no. Yo la beso, a tu piel, finísima, sutil, casi
irreal bajo el rozar de mi boca,
y te siento del otro lado, inasible, imposible,
rehusada,
detrás de tu frontera preciosa, de tu mágica piel
inviolable,
separada de mí por tu superficie delicada, por tu
severa magnolia,
cuerpo encerrado débilmente en perfume
que me enloquece de distancia y que, envuelto
rigurosamente, como una diosa de mí te aparta,
bajo mis labios mortales.
Déjame entonces con mi beso recorrer la secreta
cárcel de mi vivir,
piel pálida y olorosa, carnalidad de flor, ramo o
perfume,
suave carnación que delicadamente te niega,
mientras cierro los ojos, en la tarde extinguiéndose,
ebrio de tus aromas remotos, inalcanzables,
dueño de ese pétalo entero que tu esencia me niega.
Vicente Aleixandre, "La frontera", Historia del corazón, Madrid, Austral, 1985 (2ª edición)
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