Yo no estoy a favor del aborto, nadie lo está. Defiendo el derecho de las mujeres a su salud sexual y reproductiva. ¿La Iglesia defensora de la vida?... Sí, sólo hace falta repasar un poco su historia y ver a quién ha apoyado y de qué manera. ¿De qué lado estuvo la Iglesia en la conquista de América, qué papel jugó en los tribunales de la Inquisición, qué hizo durante las guerras mundiales, a quién apoyó en nuestra guerra civil?... ¿Vida? ¿Qué vida?...
El doctor Luis Martín-Santos describió en su novela Tiempo de silencio (1961), con su inventado y provocador lenguaje, la escena de un aborto. La violenta y dolorosa ironía con la que escribe nos permite indagar en las raíces de la causa del retraso de este pueblo que, todavía hoy, busca avanzar. ¿Por qué siempre el poder nos echa encima su moral, sus supersticiones? ¿Cuándo este pueblo se emancipará del miedo que nos paraliza?...
El fragmento que traigo hoy es un poco largo, pero de verdad que merece la pena. Visualizando la libertad del no nacido y de su madre...
«En contra de la opinión de los arquitectos sanitarios
suecos que últimamente prefieren construir los quirófanos en forma exagonal o
hasta redondeada (lo que facilita los desplazamientos del personal auxiliar y
el transporte del material en cada instante requerido) aquel en que yacía la
Florita era de forma rectangular u oblonga, un tanto achatado por uno de sus
polos y con el techo artificiosamente descendente a lo largo de una de sus
dimensiones. No gozaba la paciente casi parturienta de niquelada mesa o de
aceroinoxidada mesa con soportes de muslos para mejor obtener la posición
ginecológica preferida por casi todos los artífices, sino acajonada mesa de
pino gallego antes servidora del transporte de cítricos de la región valenciana
y posteriormente acondicionada a la función de lecho, soporte del jergón de
muelle y de las sábanas rojas de su propia sangre abundosamente huida. La
lámpara escialítica sin sombra se sustituía ventajosamente con dos candiles de
acetileno que emanan un aroma a pólvora y a bosque con jaurías más
satisfactorio que el del éter y el bióxido de nitrógeno, consiguiendo, a pesar
del temblor que la entrada de intrusos (desgraciadamente no dotados de la
imprescindible mascarilla en la boca) provocaba, una iluminación suficiente.
Tratándose de hembra sana de raza toledana pareció superflua toda anestesia,
que siempre intoxica y que hace a la paciente olvidarse de sí misma, y en este
punto en el que mejor se cumplieron los cánones modernos que hoy, por obra y
gracia de la reflexología, la educación prvia, los ejercicios gimnásticos
relajantes de la musculatura perineal y la contracción de las mandíbulas en los
momentos difíciles consiguen de vez en cuando hermosísimos ejemplos de grito
sin dolor. Más inculta la muchacha rugía con palabras destempladas (en lugar de
con finos ayes carentes de sentido escatológico) que contribuían a quitar la
necesaria serenidad a los múltiples asistentes al acto. Éstos podían ser
clasificados, según diversos criterios, en “familiares y no familiares”, “peritos
en abortos provocados e imperitos en el mismo arte”, “vecinos provenientes de
la plana toledana e inmigrantes de otras regiones de la España árida”, “gentes
aptas para el consejo moral y cínicos que comprendían que así es la vida”, “mujeres
que unía una oscura solidaridad y hombres que unía una furtiva esperanza de
llegar a ver los pechos de la paciente” y, finalmente, para concluir esta
ordenación dicotómica, “sabedores de que el padre de Florita estaba en trance
de llegar a ser padre-abuelo y simples sospechadores de la misma casievidente
verdad”.
La muchacha, en lugar de en la posición arriba indicada más
favorable para provocar la expulsión del contenido uterino, yacía de lado en el
jergón y con el cuerpo engatillado. Sus gritos dotados de sentido habían ido
haciéndose más débiles conforme aumentaba la pérdida de líquidos vitales a lo
largo de las horas transcurridas desde que la operación iniciada por el mago de
la aguja tuvo su insatisfactorio comienzo. Este mago debía haber equivocado la
trayectoria del instrumento punzante, o tal vez la punta del mismo, a causa de
su excesivo uso, había perdido la eficacia tantas veces demostrada. Era también
posible que su excesiva juventud diera, tanto a los tejidos propios como a sus
productos, una consistencia o una elasticidad diferentes de las acostumbradas.
O bien que la contracción de la matriz, otras veces suficiente para el
desembarace de las atribuladas hembras, esta vez sólo sirviera para dilatar las
venas perdedoras de sangre y para hacerla sentir los rítmicos dolores que sus
espaciados gritos indicaban. El hecho es que el mago cariacontecido y hasta
quizá algo avergonzado, había renunciado a toda actividad terapeútica y
afirmaba simplemente que la naturaleza debía seguir su curso, como cualquier
médico famoso del siglo XVII. Los espíritus vitales a los que esta apelación se
dirigía habían sin duda hecho un caso excesivo de la misma y habían tomado un
curso tan violento como inundatorio. Previamente a este refugio en la fórmula
oral y el exorcismo, el mago había querido completar la acción destructora de
la aguja con los medios al uso más recomendados. Hizo sentar encima del vientre
de su hija a la redonda consorte, considerando que así se satisfacían al mismo
tiempo las exigencias de una intensa gravitación y las del pudor debido;
comprimió con una cuerda el fino talle de la muchacha a partir de la altura del
ombligo rodeándola más fuertemente conforme las vueltas del cordel iban
descendiendo hacia las más opulentas caderas; masajeó con ambas manos, una vez
retirada la cuerda que había levantado la piel en la punta de los huesos
coxales, la zona interesada haciendo rápidos movimientos de descenso
energéticamente mantenidos hasta conseguir la expulsión de toda materia fecal y
de toda orina retenida; administró bebidas sumamente cálidas de composición
secreta que escaldaron (ligeramente, es cierto) la bóveda del paladar de la
no-madre-no-doncella; colocó agua fría sobre el vientre y agua hirviendo con un
poco de mostaza en la parte baja de los muslos; y sudoroso, aunque no vencido,
anunció que iba a sacarlo con la mano lo que se demostró completamente
imposible y a lo que se produjo tanto la partida de Muecas hacia el salvador
lejano, cuanto la irritación de la consorte –hasta entonces nunca vista– que lo
redujo a la inacción no-dañina y al conjuro de los espíritus vitales.
La consorte, por el contrario, tuvo a bien autorizar la
colocación entre las piernas de una ramita verde de hinojo que atrae al nene
por el olor. Pero pronto la verde ramita perdió su color o bien fue arrastrada,
o tal vez el olor no es percibido en tan temprana edad. También fue tolerado el
rezo del rosario y cierta oración a Santa Apolonia que conocía íntegra una
anciana que –según decía, pero nada de ello era cierto– había sido de joven
sacristana y que ella –a causa de su mucha edad– ya no recordaba que, en lo que
estaba acreditada, era en el alivio del dolor de muelas. Fuera de estos restos
de medicina primitiva característica de los estadios animistas, el resto de la
actividad terapeútica indicaba más bien una weltanschauung activista-empírica,
propia de los pueblos cazadores y ganaderos y, en cuanto tal, muy educada al
ambiente pedigrístico de la chabola. Sólo a una fatalidad poco frecuente puede
atribuírsele el fracaso, pero ¿no hay acaso muertes también y a veces muy
dolorosas y muy insospechadas en los más modernos hospitales que ostentan con
orgullo las industriosas ciudades norteamericanas? Sí, allí también, bajo el
duraluminio y el cobalto, siguen muriend jovencitas a las que se ha asegurado
previamente (y a sus amorosas madres) que es cuestión de un momento.»
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