domingo, 12 de enero de 2014

Yo no estoy a favor del aborto, nadie lo está. Defiendo el derecho de las mujeres a su salud sexual y reproductiva. ¿La Iglesia defensora de la vida?... Sí, sólo hace falta repasar un poco su historia y ver a quién ha apoyado y de qué manera. ¿De qué lado estuvo la Iglesia en la conquista de América, qué papel jugó en los tribunales de la Inquisición, qué hizo durante las guerras mundiales, a quién apoyó en nuestra guerra civil?... ¿Vida? ¿Qué vida?...
 
El doctor Luis Martín-Santos describió en su novela Tiempo de silencio (1961), con su inventado y provocador lenguaje, la escena de un aborto. La violenta y dolorosa ironía con la que escribe nos permite indagar en las raíces de la causa del retraso de este pueblo que, todavía hoy, busca avanzar. ¿Por qué siempre el poder nos echa encima su moral, sus supersticiones? ¿Cuándo este pueblo se emancipará del miedo que nos paraliza?...
 
El fragmento que traigo hoy es un poco largo, pero de verdad que merece la pena. Visualizando la libertad del no nacido y de su madre...
 
«En contra de la opinión de los arquitectos sanitarios suecos que últimamente prefieren construir los quirófanos en forma exagonal o hasta redondeada (lo que facilita los desplazamientos del personal auxiliar y el transporte del material en cada instante requerido) aquel en que yacía la Florita era de forma rectangular u oblonga, un tanto achatado por uno de sus polos y con el techo artificiosamente descendente a lo largo de una de sus dimensiones. No gozaba la paciente casi parturienta de niquelada mesa o de aceroinoxidada mesa con soportes de muslos para mejor obtener la posición ginecológica preferida por casi todos los artífices, sino acajonada mesa de pino gallego antes servidora del transporte de cítricos de la región valenciana y posteriormente acondicionada a la función de lecho, soporte del jergón de muelle y de las sábanas rojas de su propia sangre abundosamente huida. La lámpara escialítica sin sombra se sustituía ventajosamente con dos candiles de acetileno que emanan un aroma a pólvora y a bosque con jaurías más satisfactorio que el del éter y el bióxido de nitrógeno, consiguiendo, a pesar del temblor que la entrada de intrusos (desgraciadamente no dotados de la imprescindible mascarilla en la boca) provocaba, una iluminación suficiente. Tratándose de hembra sana de raza toledana pareció superflua toda anestesia, que siempre intoxica y que hace a la paciente olvidarse de sí misma, y en este punto en el que mejor se cumplieron los cánones modernos que hoy, por obra y gracia de la reflexología, la educación prvia, los ejercicios gimnásticos relajantes de la musculatura perineal y la contracción de las mandíbulas en los momentos difíciles consiguen de vez en cuando hermosísimos ejemplos de grito sin dolor. Más inculta la muchacha rugía con palabras destempladas (en lugar de con finos ayes carentes de sentido escatológico) que contribuían a quitar la necesaria serenidad a los múltiples asistentes al acto. Éstos podían ser clasificados, según diversos criterios, en “familiares y no familiares”, “peritos en abortos provocados e imperitos en el mismo arte”, “vecinos provenientes de la plana toledana e inmigrantes de otras regiones de la España árida”, “gentes aptas para el consejo moral y cínicos que comprendían que así es la vida”, “mujeres que unía una oscura solidaridad y hombres que unía una furtiva esperanza de llegar a ver los pechos de la paciente” y, finalmente, para concluir esta ordenación dicotómica, “sabedores de que el padre de Florita estaba en trance de llegar a ser padre-abuelo y simples sospechadores de la misma casievidente verdad”.
La muchacha, en lugar de en la posición arriba indicada más favorable para provocar la expulsión del contenido uterino, yacía de lado en el jergón y con el cuerpo engatillado. Sus gritos dotados de sentido habían ido haciéndose más débiles conforme aumentaba la pérdida de líquidos vitales a lo largo de las horas transcurridas desde que la operación iniciada por el mago de la aguja tuvo su insatisfactorio comienzo. Este mago debía haber equivocado la trayectoria del instrumento punzante, o tal vez la punta del mismo, a causa de su excesivo uso, había perdido la eficacia tantas veces demostrada. Era también posible que su excesiva juventud diera, tanto a los tejidos propios como a sus productos, una consistencia o una elasticidad diferentes de las acostumbradas. O bien que la contracción de la matriz, otras veces suficiente para el desembarace de las atribuladas hembras, esta vez sólo sirviera para dilatar las venas perdedoras de sangre y para hacerla sentir los rítmicos dolores que sus espaciados gritos indicaban. El hecho es que el mago cariacontecido y hasta quizá algo avergonzado, había renunciado a toda actividad terapeútica y afirmaba simplemente que la naturaleza debía seguir su curso, como cualquier médico famoso del siglo XVII. Los espíritus vitales a los que esta apelación se dirigía habían sin duda hecho un caso excesivo de la misma y habían tomado un curso tan violento como inundatorio. Previamente a este refugio en la fórmula oral y el exorcismo, el mago había querido completar la acción destructora de la aguja con los medios al uso más recomendados. Hizo sentar encima del vientre de su hija a la redonda consorte, considerando que así se satisfacían al mismo tiempo las exigencias de una intensa gravitación y las del pudor debido; comprimió con una cuerda el fino talle de la muchacha a partir de la altura del ombligo rodeándola más fuertemente conforme las vueltas del cordel iban descendiendo hacia las más opulentas caderas; masajeó con ambas manos, una vez retirada la cuerda que había levantado la piel en la punta de los huesos coxales, la zona interesada haciendo rápidos movimientos de descenso energéticamente mantenidos hasta conseguir la expulsión de toda materia fecal y de toda orina retenida; administró bebidas sumamente cálidas de composición secreta que escaldaron (ligeramente, es cierto) la bóveda del paladar de la no-madre-no-doncella; colocó agua fría sobre el vientre y agua hirviendo con un poco de mostaza en la parte baja de los muslos; y sudoroso, aunque no vencido, anunció que iba a sacarlo con la mano lo que se demostró completamente imposible y a lo que se produjo tanto la partida de Muecas hacia el salvador lejano, cuanto la irritación de la consorte –hasta entonces nunca vista– que lo redujo a la inacción no-dañina y al conjuro de los espíritus vitales.
La consorte, por el contrario, tuvo a bien autorizar la colocación entre las piernas de una ramita verde de hinojo que atrae al nene por el olor. Pero pronto la verde ramita perdió su color o bien fue arrastrada, o tal vez el olor no es percibido en tan temprana edad. También fue tolerado el rezo del rosario y cierta oración a Santa Apolonia que conocía íntegra una anciana que –según decía, pero nada de ello era cierto– había sido de joven sacristana y que ella –a causa de su mucha edad– ya no recordaba que, en lo que estaba acreditada, era en el alivio del dolor de muelas. Fuera de estos restos de medicina primitiva característica de los estadios animistas, el resto de la actividad terapeútica indicaba más bien una weltanschauung activista-empírica, propia de los pueblos cazadores y ganaderos y, en cuanto tal, muy educada al ambiente pedigrístico de la chabola. Sólo a una fatalidad poco frecuente puede atribuírsele el fracaso, pero ¿no hay acaso muertes también y a veces muy dolorosas y muy insospechadas en los más modernos hospitales que ostentan con orgullo las industriosas ciudades norteamericanas? Sí, allí también, bajo el duraluminio y el cobalto, siguen muriend jovencitas a las que se ha asegurado previamente (y a sus amorosas madres) que es cuestión de un momento.»
 Luis Martín Santos, Tiempo de silencio, Barcelona, Seix Barral, 1986 (26ª edición)
 

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