domingo, 8 de diciembre de 2013

«El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo “amar”…, el verbo “soñar”…
     Claro que siempre se puede intentar. Adelante: “¡Ámame!” “¡Sueña!” “¡Lee!” “¡Lee!” “¡Pero lee de una vez, te ordeno que leas, caramba”»
     ―¡Sube a tu cuarto y lee!
     ¿Resultado?
     Ninguno.
     Se ha dormido sobre el libro. La ventana, de repente, se le ha antojado inmensamente abierta sobre algo deseable. Y es por ahí por donde ha huido para escapar al libro. Pero es un sueño vigilante: el libro sigue abierto delante de él. Por poco que abramos la puerta de su habitación le encontraremos sentado ante su mesa, formalmente ocupado en leer. Aunque hayamos subido a hurtadillas, desde la superficie de su sueño nos habrá oído llegar.
     ―¿Qué, te gusta?
     No nos dirá que no, sería un delito de lesa majestad. El libro es sagrado, ¿cómo es posible que a uno no le guste leer? No, nos dirá que las descripciones son demasiado largas.
     Tranquilizados, volveremos a la tele. Es posible incluso que esta reflexión suscite un apasionante debate colectivo…
     ―Las descripciones le parecen demasiado largas. Hay que entenderlo, desde luego estamos en el siglo de lo audiovisual, los novelistas del XIX tenían que describirlo todo…
     ―¡Eso no es motivo para dejarle saltarse la mitad de las páginas!
     ...
     No nos cansemos, ha vuelto a dormirse.
                   
 Daniel Pennac, Como una novela, Barcelona, Anagrama, 1999 (7ª edición)

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