«Cuando supe que sería mortal como mi padre, como aquellos
zapatos negros en una bolsa de plástico, como el balde con agua donde entraba y
salía la fregona que restregaba el pasillo del hospital, yo tenía veinte años.
Era joven, viejísimo. Por primera vez supe, mientras las estelas de claridad
iban borrándose del suelo, que la salud es una película muy fina, un hilo que
se evapora con el pasar de los pasos. Ninguno de esos pasos era de mi padre.
Mi padre siempre había caminado de manera extraña. Veloz y
al mismo tiempo torpe. Cuando iniciaba sus caminatas, uno nunca sabía si iba a
tropezarse o echar a correr. A mí me gustaban esos andares. Sus pies planos y
duros se parecían al suelo que pisaba, al suelo del que huía.
Los pies planos de mi padre ya eran cuatro, se habían
repartido en dos lugares distintos: en la camilla (unidos por los talones,
ligeramente abiertos, evocando una irónica V de victoria) y dentro de aquella
bolsa de plástico (a modo de recuerdo en los zapatos, imponiendo su molde al
cuero). La enfermera me la entregó como se entregan unos desperdicios. Yo miré
las baldosas, su tablero cambiante.
Me quedé sentado ahí, frente a las puertas del quirófano,
esperando noticias o temiendo las noticias, hasta que saqué los zapatos de mi
padre. Me levanté y los puse en el centro del pasillo, como un obstáculo o una
frontera o un accidente geográfico. Los posé cuidadosamente, procurando no
alterar sus bultos originales, la protuberancia de los huesos, su forma
ausente. Al rato la enfermera apareció a lo lejos. Atravesó el pasillo, eludió
los zapatos y siguió de largo. El suelo resplandecía. De pronto la limpieza me
dio miedo. Me pareció una enfermedad, una impecable bacteria. Me agaché y
avancé a gatas, sintiendo el roce, el daño en las rodillas. Volví a guardar los
zapatos en la bolsa. Apreté el nudo lo más fuerte que pude.
De vez en cuando, en casa, me pruebo esos zapatos. Cada vez
me quedan mejor.»
Andres Neuman «Estar descalzo», Hacerse el muerto, Madrid, Páginas de espuma, 2011, págs. 17-18
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