«Fermina Daza despidió
a la mayoría junto al altar, pero acompañó al último grupo de amigos íntimos
hasta la puerta de la calle, para cerrarla ella misma, como lo había hecho
siempre. Se disponía a hacerlo con el último aliento, cuando vio a Florentino
Ariza vestido de luto en el centro de la sala desierta. Se alegró, porque hacía
muchos años que lo había borrado de su vida, y era la primera vez que lo veía a
conciencia depurado por el olvido. Pero antes de que pudiera agradecerle la
visita, él se puso el sombrero en el sitio del corazón, trémulo y digno, y
reventó el absceso que había sido el sustento de su vida.
―Fermina ―le dijo―: he esperado esta
ocasión durante más de medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de
mi fidelidad eterna y mi amor para siempre.
Fermina Daza se habría creído frente a un
loco, si no hubiera tenido motivos para pensar que Florentino Ariza estaba en
aquel instante inspirado por la gracia del Espíritu Santo. Su impulso inmediato
fue maldecirlo por la profanación de la casa cuando aún estaba caliente en la
tumba el cadáver de su esposo. Pero se lo impidió la dignidad de la rabia.
“Lárgate ―le dijo―. Y no te dejes ver nunca más en los años que te queden de
vida.” Volvió a abrir por completo la puerta de la calle que había empezado a
cerrar, y concluyó:
―Espero sean muy pocos.»
Gabriel García Márquez,
El amor en los tiempos del cólera,
Barcelona, Mondadori, 1999 (6ª reimpresión)
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